“Adolescencia”, la serie británica estrenada la pasada semana en Netflix, consigue algo que está reservado sólo a las obras creativas de gran calado. Además de remover emociones y de llevarnos de aquí para allá con una trama que engancha desde el minuto uno, esta película televisiva va un poco más lejos y es capaz de generar en el espectador un estado de inquietud que pulveriza todas nuestras certezas y que acaba colocándonos ante la obligación intelectual de revisar todo nuestro arsenal de argumentos sobre un tema que nadie puede eludir: la educación de los niños y la relación de esta sociedad con una juventud que se está criando a golpes de teléfono móvil y de redes sociales, bajo el imposible control de unos adultos atrapados en un perpetuo estado de estupefacción y aterrados por el total desconocimiento del mundo en el que viven sus hijos.
Antes que nada, conviene tener claro que no estamos ante una versión moderna de una de aquellas tópicas y simplistas peliculitas en las que un profesor beatífico y paternal lograba convertir en pilares de la sociedad a un grupo de aspirantes a delincuente que acudían a clase vestidos con chupas de cuero y armados con todo tipo de material de artes marciales. “Adolescencia”, la serie que dirige Philip Barantini, profundiza más en el asunto y coloca el conflicto en un paisaje “normal” de clase media-baja con el que resulta muy fácil identificarse.
En este plácido escenario se produce un suceso brutal: un niño de 13 años asesina a puñaladas a una compañera de clase. A partir de ahí, empieza a montarse la historia. A diferencia de muchos relatos cinematográficos parecidos, en “Adolescencia” lo importante no es describir el crimen ni averiguar quién es el culpable; en “Adolescencia” el asunto central es explicar por qué se han producido unos hechos tan salvajes en una comunidad que aparentemente lo tenía todo bajo control. Esta pregunta flotará sobre todos los participantes en la historia: padres, policías, educadores y psicólogos infantiles chocarán una y otra vez con este interrogante gigantesco. Los adultos circulan como zombis por los cuatro capítulos de la serie, incapaces de dar una respuesta solvente al drama y aplastados por el peso de una culpa injustificada pero omnipresente. Para crear este ambiente asfixiante y realista, el director opta por rodar cada capítulo en un solo plano secuencia, logrando enganchar al espectador en una trama que no concede ni un minuto de respiro visual.
Al margen de sus grandes cualidades técnicas, hay que subrayar otro dato fundamental: la potencia de esta producción tiene su base más importante en los actores, como suele suceder en la mayor parte de las propuestas audiovisuales británicas. En “Adolescentes” destaca un Stephen Graham estremecedor, que paso a paso se está convirtiendo en uno de los nombres fundamentales del cine internacional. Abandona su habitual registro histriónico de gánster gesticulante, para convertirse en un personaje contenido que nos transmite la inmensa pena de un padre noqueado por la tragedia. El niño Owen Cooper es otro de los pilares principales de la obra y sorprende su capacidad para asumir con insólita profesionalidad unas escenas durísimas más propias de un veterano de la escena que de un actor debutante. El trío de estrellas se completa con Erin Doherty; una secundaria de lujo, que brilla a altísimos niveles con su papel de psicóloga que intenta comprender la mecánica mental de un niño asesino y que acaba arrasada por su incapacidad para enfrentarse a un universo tan violento como inexplicable.
En un entorno cinematográfico que tiende a infantilizar al público, “Adolescentes” es una propuesta arriesgada y valiente. Esta ejemplar producción británica pone sobre la mesa temas profundos y difíciles, que obligan al espectador a hacer una profunda reflexión y a darle vueltas al asunto para intentar encontrar una explicación. Es un esfuerzo que se agradece en estos tiempos de mensajes cortos y de imágenes de impacto carentes de contenido.