El bochinche fue durante siglos el último mono en el escalafón de la hostelería alcoyana. Era un bar de reducidas dimensiones en el que era obligatoria la acumulación de suciedad, el olor permanente a fritanga y a cazalla revenida y una niebla perenne de humo de tabaco. También conocido como bohío o bodegueta, este minúsculo establecimiento fomentaba la camaradería entre su selecta clientela (sobre todo por la falta de espacio) en una época en la que todavía no se habían inventado ni los pubs, ni las cafeterías, ni los gastrobares.
Codo con codo (literalmente), los habituales del bochinche eran capaces de tapear y de coger las más espectaculares curdas sin apenas moverse de un espacio de unos pocos metros cuadrados. Este tipo de bares tenían entre sí un punto en común: la ausencia de mesas; el bochinche era una minúscula cocina, una barra y poco más. Su decoración estaba compuesta por un calendario de chicas en bikini, por un poster amarillento de algún equipo de fútbol y por una refulgente máquina de hacer agua de seltz.
Tras la desaparición de este tipo de garitos, provocada por las normativas sanitarias y por las exigencias urbanísticas, la palabra bochinche se ha incorporado al vocabulario alcoyano para definir cualquier bar o restaurante de baja calidad.
El bochinche ha sido injustamente tratado por los historiadores de la gastronomía alcoyana. Los cocineros de aquellos bares liliputienses mostraron durante décadas su capacidad para luchar contra las limitaciones físicas y eran capaces de preparar tapas de insólita brillantez en las peores condiciones posibles. Si hacía falta y la cosa se animaba, aquellos magos de la hostelería también se arrancaban a cantar alguna canción de Antonio Molina o una ranchera. Lo dicho: unos genios poco reconocidos.