El tipo que decidió colocar en la Font Roja una placa conmemorativa para inmortalizar la altura alcanzada por la gran nevada de 1926 nunca pensaría en que la escueta leyenda informativa del cartel –Hasta aquí llegó la nieve- acabaría formando parte del vocabulario cotidiano de todos los alcoyanos. Esta frase inmortal, ejemplo de economía de medios gramaticales, se utiliza desde entonces en esta ciudad para anunciar que la paciencia de una persona o de una institución se ha visto colmada y que esa persona y esa institución no quieren aguantar ni un gramo más de excusas y de tomaduras de pelo.
Estas cinco palabras emblemáticas se usan siempre en castellano, en un intento de darle más fuerza e institucionalidad a la afirmación. En la lengua del imperio hablan de la gota que desborda el vaso, en Alcoy soltamos un “hasta aquí llegó la nieve” rotundo y el asunto queda zanjado. Cualquier observador foráneo que no entienda las peculiaridades del metalenguaje alcoyano, acaba llegando a la errónea conclusión de que la frase y el cabreo del tipo que la pronuncia se deben a algún viejo conflicto vivido en alguna pista de esquí.
Las esposas engañadas le sueltan un “hasta aquí llegó la nieve” al marido golfo antes de ponerle las maletas en el rellano de la escalera y de iniciar los trámites para el divorcio. El amigo pringado, que siempre se queda sin beber para poder conducir de vuelta a casa tras la juerga, pronuncia esta frase antes de anunciar que se ha acabado, que él beberá lo que le dé la gana y que otro miembro de la cuadrilla tendrá que asumir el papel de chófer abstemio. El director de banco utiliza esta metáfora meteorológica para exigirle al moroso el pago inmediato del préstamo y los padres cabreados le comunican este ultimátum innegociable a su hijo de 42 años, antes de exigirle a su retoño que abandone el domicilio paterno “porque ya tienes pelos en los huevos y una edad para vivir por tu cuenta”.
Dicen los teóricos de psicolingüística, que la frase se nos queda marcada en el subconsciente a todos los alcoyanos cuando nos llevan de niños a la Font Roja y nuestros padres nos muestran con gesto de seriedad este retablo de azulejos, que marca una altura de 2,10 metros, la suficiente para ahogar en nieve al mismísimo Michael Jordan o a un par de señores bajitos subidos el uno encima del otro. A partir de esta impresión, la construcción gramatical se nos queda grabada para siempre.