Hablamos de un viejo rito prenupcial, que forma parte del patrimonio histórico de Alcoy y que ha ido perdiendo terreno en unos tiempos de parejas de hecho, arrejuntamientos y poliamor. El acto de treure les cares consistía básicamente en encuentro institucional entre los padres y las madres de una pareja con intenciones casaderas y tenía como principales objetivos iniciar los primeros contactos de los futuros consuegros y fijar los detalles de la inminente boda.
Aquella extraña ceremonia hundía sus raíces en rituales medievales de bodas pactadas, en las que los padres de la novia la ofrecían en matrimonio acompañada por una dote de doce cabras y un bancal de cebada, mientras que los progenitores del novio destacaban que el muchacho era poseedor de un floreciente negocio de fabricación de cotas de malla y de armaduras de última tecnología.
Aunque no haya en él ningún tipo de intercambio ganadero, el ritual de treure les cares guarda muchas semejanzas con aquellas entrevistas de la Edad Media. En una treta de cares clásica, los padres de la novia destacaban sus habilidades en el hogar y su buen carácter; mientras que los progenitores del novio señalaban que aunque el chaval había sido un poco tarambana de jovencito, ahora tenía una plaza fija de asesor en la Diputación Provincial, que le permitía afrontar el futuro con seguridad y enfrentarse con los gastos de la hipoteca de un piso.
Por tradición, aquellos encuentros se celebraban en la casa de la familia de la novia. Solían ser incómodas meriendas en un comedor perfectamente engalanado, en las que nunca faltaban unas sabrosísimas pastas que había preparado la niña, “que tiene unas manos de oro”. Si aquella primera entrevista cuajaba, se iniciaba de inmediato un intenso programa de negociaciones para decidir cosas como: el local del convite, el cura que celebraría la misa, la lista de invitados o quién pagaba el viaje de novios a la Riviera Maya.
En la arqueología prenupcial alcoyana hay otra pieza importante, que actualmente casi ha desaparecido. Se trata del clásico “entrar en casa”, con el que se subrayaba un importante avance del noviazgo y un acercamiento del día de la boda. El acceso del novio al domicilio de la familia de la novia (y viceversa) se consideraba un acto cargado de simbolismo, que ratificaba la seriedad del compromiso entre los dos tórtolos. Para los componentes de la pareja, entrar en casa suponía una importante mejora de su calidad de vida, ya que les permitía poner fin a años de gélidas vueltas a los puentes o de tardes de domingo pasadas haciendo manitas en el mortecino ambiente de una cafetería.
Para calibrar la verdadera importancia de esta ceremonia prenupcial, hay que subrayar un dato importante. Cuando un novio abandonaba a la novia después de hacer entrado en casa, se consideraba al sujeto un auténtico sinvergüenza y se armaba un escándalo de considerables proporciones, en el que en ocasiones se llegaba a las agresiones físicas entre familias. Si la ruptura se producía antes del citado acceso domiciliario, la cosa se asumía con normalidad y se despachaba con un “es una pena que los chicos no hayan cuajado”
Hay que señalar finalmente, que en estos tiempos el acto de entrar en casa ha perdido todo su carácter simbólico, ya que las jóvenes parejas entran y salen de las viviendas de sus suegros con un tranquilidad pasmosa, en la que se incluyen actos que hace unas décadas sería inconcebibles, como el asalto a neveras, las siestas en el sillón del padre o el intercambio descarado de arrumacos en el sofá del comedor.