Mis amigas me habían hablado de ti, algunas compañeras de trabajo también te conocían, yo misma había leído tu nombre alguna vez y, conscientemente, te evitaba, pues sabía que las relaciones contigo no siempre acaban bien. Pero, nada de lo que podía haber imaginado se asemejaba al momento en el que apareciste en mi vida. Nunca olvidaré aquel día: un encuentro casual, una presentación inesperada, un abrazo escalofriante, y caer rendida en tus brazos tan rápidamente que sólo los que te conocen bien podrán entenderme… fue algo con lo que nunca había contado.
Durante los días siguientes no pude sacarte de mi cabeza: pensaba en ti cada momento, recordaba aquellas palabras, imaginaba una nueva vida contigo, no podía concentrarme en nada más que en ti, en tu cercanía y en la posibilidad de que formásemos una pareja… Cuando empezamos a salir, vivía pensando sólo en ti y, aunque mis sentimientos brotaban habitual y salvajemente, no podía seguir así, pues debía atender a mi familia y mi trabajo. Pero, sin darme cuenta, ya habíamos comenzado a compartir nuestras vidas: me acompañabas en todo momento y a todo lugar; parecías uno más de la casa en la que, no sólo yo, sino todos, te habíamos acogido.
Poco después, intentaron separarnos. Fue una sensación muy extraña e increíblemente reparadora. Parecía que no éramos tan buen pareja como habíamos pensado y los demás estaban convencidos de que debías salir de mi vida: yo también lo creía así; aunque, seguía temiendo que tú no quisieras dejarme. Pero, lo consiguieron y nuestra relación quedó rota para siempre. No contentos con eso, unos meses más tarde, se las ingeniaron para que no quedase en mí ni el más mínimo recuerdo tuyo: nada de aquellas vivencias que habíamos compartido, nada de aquellos sentimientos que me azoraban el corazón, de aquellas emociones desproporcionadas, de aquellos terribles miedos, nada de todas las inseguridades que había vivido a tu lado.
Ahora, cada seis meses, alguien evoca que estuviste conmigo, que mantuvimos una relación, la cual, afortunadamente, no se consolidó y de la que me queda una cicatriz, a penas visible, pero sensitiva, en la mama; y, también, me recuerdan que lo nuestro fue un amor furtivo e intenso; pero, sin futuro. Esa extraña relación que mantuvimos me transformó en otra persona completamente distinta a la que era antes de conocerte y me enseñó a ser fuerte, a quererme, a respetarme, a perdonarme y a relativizar; sobre todo, a relativizar.
Gracias, cáncer, porque soy una mujer nueva, más valiente y algo más segura de mí misma; que se atreve a poner límites y distancia cuando es necesario, y a valorar lo más precioso y preciado de esta vida: la paz del cerebro y del corazón.
Dos años después…
– Pero… ¿qué haces aquí? ¡No, no te quiero de nuevo en mi vida! ¡No! ¡Ni siquiera como amigo!