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Creación
La mecedora
Crecí y obtuve el derecho del uso de la mecedora grande. Con la edad alcancé nuevos asientos donde reposar mi pensamiento.
Maria Penalva - 14/04/2015
La mecedora

El primer asiento que pude considerar como propio fue una mecedora diminuta, exactamente igual a la grande que usaba mi abuelo. Con su funda rayada marrón y su cojín granate. Gemelas y a la vez diferentes. En ella pasaba las siestas, sin hacer ruido, leyendo una tras otra las usadas novelas de Marcial Lafuente Estefanía, que mi abuelo atesoraba en un arcón de madera cerrado con llave.

Todas las siestas del mundo me recuerdo pidiéndole dos novelas, las dos horas que duraba el sueño, las dos horas en las que yo no debía hacer ruido A pesar de las chicharras, el sonido de los colts retumbaban en mi cabeza: el alto Jack siempre se quedaba con la chica.

Crecí y obtuve el derecho del uso de la mecedora grande. Con la edad alcancé nuevos asientos donde reposar mi pensamiento. El columpio de rueda, la rama más alta del árbol, la tubería que cruzaba la azarve…Todos fueron asientos que me pertenecieron mientras seguía ignorando a las chicharras, que nunca me impidieron oír los gritos de los piratas, ni la maldición de Drácula ni la música del piano de Beth.

Sentada pero móvil fue mi paso por la escuela. Avanzaba y retrocedía en las filas de los asientos según mi rendimiento escolar. En los últimos tiempos pasé mucho tiempo de pie, mirando la pared, sin asiento, sin silla para soñar, entonces revivía mis sentadas lecturas, soñaba con mil aventuras añorando mi mecedora, mi árbol, mi vereda llena de esas flores llamadas agrios, a las que chupaba el tallo sin descanso, hasta dejarlas sin líquido.

Mi abuelo murió y se llevó la mecedora y las siestas. Mis padres me regalaron un sillón, que embutieron en mi habitación junto a un escritorio y una librería donde guardar a Tom , Jo, Hyde, Flint y el señor de Ballantree. Desde mi sillón acolchado vi a la Regenta desvanecerse en la oscura iglesia, me estremecí con el Resplandor y me pregunté por quien doblaban las campanas. Desde mi sillón descubrí el amor, descubrí que sólo podría amar sentada.

Fui una universitaria marcada por la medianía de mi apellido, siempre sentada por orden alfabético en incomodas sillas de madera, sillas que no me dejaban asentarme y disfrutar, sólo se prestaban a una anónima funcionalidad, sólo destacaban por su capacidad de martirizarme los riñones, haciéndome soñar con la mecedora de mi abuelo, pues el sillón hacía tiempo que mi madre lo había retirado de la habitación, alegando razones de salubridad.

Con él se fueron Sade, O, un jardinero y mi colección de revistas, mi tardío despertar sexual.

Con el título y la orla sobre el majestuoso y cómodo sillón de piel, inauguré mi casa, inauguré mi anhelada independencia y nueva librería que ocupaba toda la habitación: los únicos amigos que me habían acompañado toda la vida. En un rincón, la mecedora de mi abuelo, recién forrada, ajustadas y tensas las cintas, con un nuevo cojín granate exactamente igual al anterior.

Ahora, cincuenta años después, compruebo la fidelidad del sillón de piel y la mecedora con funda rayada. Aún siguen haciéndome compañía junto con mis libros, que ahora ocupan toda la casa. Pienso, desde mi cómodo sillón, que he pasado la mayor parte de mi vida sentada viendo pasar el mundo, soñando con alzarme y abandonar la inmovilidad física. Ahora que ya podría enfrentarme a este mundo tan leído, no puedo andar sin ayuda de bastón, ni siquiera puedo sentarme en mi mecedora, pues nunca podría levantarme sin ayuda.

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