Decía el poeta que la verdadera patria del hombre es la infancia. Los de mi quinta, tipos que ya han superado la sesentena, nos tiramos buena parte de nuestro periodo infantil con el culo pegado a la butaca de un cine de sesión doble. Habitábamos una pequeña patria formada por el Cine Goya, el Avenida, el gigantesco Colón, el Capitol, el Teatro Circo o el modesto Principal, en la que reinaban como dioses absolutos una generación de actores invencibles, expertos en repartir bofetadas, tiros y certeras estocadas en el corazón. Tal vez por eso, la noticia del fallecimiento de Kirk Douglas nos ha dejado desarbolados y con la misma sensación de orfandad del que pierde a un familiar cercano.
Antes de iniciar esta expedición a la nostalgia, hay que subrayar que en aquellos días de salas de cine catedralicias sólo existían (al menos, para nosotros) cuatro géneros cinematográficos: las películas de vaqueros, las de romanos, las de espadas y las de risa. En aquellas cuatro categorías estaba perfectamente resumido todo el cine que le interesaba a aquella chiquillería cinéfila, que solía amortizar el precio de su entrada con toda clase de aplausos y pateos a favor de los buenos y de abucheos contra el malo. En aquellos tiempos dichosos, ni siquiera sabíamos que las películas tenían directores, guionistas o productores. Los actores, cuya efigie nos impresionaba desde el impacto visual de los carteles anunciadores, eran los amos absolutos de aquel invento.
Hollywood nos proporcionó a los chavales de la época un Olimpo divertido y a un precio asequible. Cada uno tenía sus propios héroes. Había defensores a ultranza de Burt Lancaster y de su legendaria capacidad para hacer piruetas y para soltar estruendosas risotadas. Otros preferían a un John Wayne más hierático, pero siempre cumplidor y justiciero. Los partidarios de Errol Flynn alababan su encanto sonriente y su capacidad para mantener el aire guerrero vestido con unos increíbles leotardos verdes de Robin Hood. Alan Ladd tenía su particular club de fans entre los más bajitos de la cuadrilla, reconfortados por la imagen de un vaquero de metro cincuenta de estatura repartiendo estopa a toda una banda de cuatreros sin ni siquiera despeinarse el flequillo. En aquella lista interminable de pesos pesados nunca faltaba Kirk Douglas; se admiraba su hoyuelo, su chulería incontrolable, su energía contagiosa y sobre todo su habilidad para desempeñar todo tipo de papeles. Aquel camaleón humano ejercía con igual destreza de jefe de un clan de sanguinarios vikingos, de sheriff más rápido del Oeste, de bandido encantador, de gladiador heroico o de hiperactivo Ned Land en una versión magnífica de “20.000 leguas de viaje submarino” de Verne. Alrededor de la figura de Douglas existía una cierta unanimidad infantil y todos sabíamos que acudir a una de sus películas era siempre una apuesta segura. Nunca fallaba.
Luego, pasó lo que tenía que pasar. Nos hicimos mayores. Las películas se hicieron más oscuras y complicadas y en ellas resultaba difícil distinguir al bueno del malo. Los espectaculares cines alcoyanos fueron derribados uno tras otro por la piqueta para construir simagos o bloques de pisos. Empezamos a enterarnos de que las películas tenían director y hasta un tío que se llamaba guionista. Llegaron la tele, las salas en miniatura, el internet y las plataformas digitales. Todo aquel mundo se disolvió en muy pocos años y aquellas tardes triunfales de tiroteos, cabalgadas y espadachines se perdieron en la memoria aplastadas por un alud de material audiovisual que nos llegaba por tierra, mar y aire.
Su persistente negativa a morirse, convirtió a Kirk Douglas en el último mohicano de aquella generación dorada y le añadió al personaje un suplemento de heroísmo. Mientras superaba el siglo, sus antiguos fans infantiles (ya calvos y talluditos) nos manteníamos aferrados a aquella figura y la convertimos en la última conexión con aquellas jornadas maravillosas de programa doble en las que entrar en una sala de cine era algo parecido a una aventura. La tristeza llega inevitable y resulta duro decirle adiós a alguien que nos proporcionó tan buenos ratos. Regresar a sus películas clásicas es un ejercicio de nostalgia, que en estos momentos resulta casi obligado. Gracias a la magia del cine, Kirk Douglas seguirá saltando sobre los remos del barco vikingo o luchando contra las legiones de Roma durante toda la eternidad. Y eso se agradece.