Junto a la tumba aún no cerrada del hijo mayor, con la mano del hijo menor apretada a su vientre, con el abrazo del marido y padre desconsolado, la mujer afirmó autoritaria, como quien habla al viento sin esperar respuesta:
—Nunca más volveremos a sonreír.
Los tres volvieron a casa, juntos, pero el padre supo que ya nada sería igual. En efecto, el cáncer les iba a cambiar la vida. Porque cuando mirar atrás duele, cuando mirar adelante ahoga, cuando el corazón cree que no puede sufrir más, es la familia quien tiene que salir al rescate, y ahora la familia nunca más volvería a sonreír.
El padre, durante las largas noches de insomnio, mirando a la adormilada, a la aturdida madre, destrozada por los «¿por qué?», pensó, y se preguntó:
—¿Nunca más volveremos a sonreír?
Una afirmación de la madre, ahora una pregunta para el padre. Artículos nominativos como la, él, las… Felicidad, amor, ilusiones, ahora eran demostrativos de lejanía, de un pasado difuminado… Aquella felicidad, aquel amor, aquellas ilusiones…
El pequeño, “el otro” hijo, el suplente en el olvido, a su manera también sufría. Miraba la foto del hermano mayor que ya no estaba, pero sí era, la última imagen de “glorieret aragonés”, un retrato con él, uno vestido de festero y el otro como digno arcabucero, el menor, el tete, en blanco y negro, en la retaguardia, orgulloso, sosteniéndole al primogénito el carcaç i les fletxes, un detalle de amigos de Batoy como despedida inevitable.
No había forma de salir de ese círculo, no había luz al final del túnel, ¿qué pasaba? ¿Por qué la marcha no tenía un camino a seguir?
Y entonces, sin llamarlo, sin esperarlo, se presentó “el punto y coma”, ese signo de puntuación, que obliga a una pausa, ese signo que separa y diferencia dos frases de semántica distinta, pero que se complementan. Tiene luz propia, dos ideas paralelas y en ocasiones antónimas.
Fue en la cálida, pero oscura cocina y tras un largo año de ausencia. El aspirante a futuro glorieret besó los resecos ojos de la madre, escaló con entereza al regazo del padre y con una mirada tímida y temerosa reflejada en el espejo de la alacena, reflejo de una familia que no sonreía, lo hizo, usó “el punto y coma”:
—Nunca más; volveremos a sonreír.
Dos afirmaciones con un “;”, que sustituían a una negación maternal y a una pregunta paternal.
Y yo, sonreí, me pude ir, dejé a la mujer, mi madre, al hombre, mi padre, a mi ”tete”. Vi el camino en el túnel y al final la blanca luz, y lo supe:
Los míos y yo, nunca más dejaríamos de sonreír.
Punto final.