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Cultura
El último neandertal
Gustavo Cardenal - 24/02/2015
El último neandertal
Foto: Jordi Jordà Monfort

Subiendo por la carretera de Sant Antoni, muy cerca de la antigua cantera abandonada, me sorprendió una pintura de Jesús Cees. Está ahí mismo, a pie de asfalto, apenas retirada unos metros, impresa sobre la propia roca cruda. No es muy grande, pero sí lo bastante visible. Inevitablemente llama la atención.

Es una composición de motivos más o menos geométricos. A veces me recuerda vagamente motivos decorativos de gente de allá, de los incas, o los mayas (pero de esto no sé nada, así que no cabe hacerme ningún caso). A veces lo que me recuerda es uno de esos “kilims” que venden en Fez a los turistas. Pero lo que más me sugiere la obra es una similitud – algo natural, que no cabe forzar – con esas pinturas macroesquemáticas que aparecen en algunos abrigos de esta región. No es exactamente por la textura de los trazos o por los motivos, sino por la mera evidencia simple de ser pintura no figurativa hecha directamente sobre una roca a la intemperie. Eso iguala a Cees con sus ancestros, con nuestros ancestros.

Juego con eso, con la idea inevitable. Cees emula a sus ancestros y yo hago lo propio. Pudiera ser un individuo especial de la tribu, aventajado, una especie de gurú o chamán, un sacerdote, un brujo, alguien tocado por un intangible, que se siente impelido a hacer algo que no tiene ninguna efectividad inmediata. El brujo o lo que sea, el tipo especial, no caza, no recolecta, no transporta agua. Bien, pudiera ser que hiciese todo ello, pero además pinta. Cuando pinta no hace nada práctico, nada que le rinda una rentabilidad ni inmediata ni cifrable. Pinta, y cuando termina de hacerlo no tiene ante sí ni un conejo muerto ni unos frutos. Tiene una roca pintada. No ha saciado su sed ni su hambre. Lo que ha saciado es una necesidad extraña, de orden distinto, que no comparte ninguno de los demás seres que pueblan el mundo. Es un hombre solo plantado ante una roca dando cauce a algo que está en su adentro y de lo que quizá ni sabe ni puede saber nada, más allá de esa pulsión  que lo impele a rasguear la superficie áspera de la roca con espátulas de hueso o de madera embadurnadas de engrudos de grasa o sangre o tierras. A ese hombre lejano es a quien Cees emula. Yo emulo a quienes asistían a aquel acto supongo que con más sorpresa que indiferencia, y con parecidas dotes para entender, es decir, con pocas posibilidades de hacerlo. Lo inefable siempre ha sido inefable. Así, hago lo que imagino que hacían los otros individuos de la tribu: asistir al extraño milagro, la extraña fascinación de asistir a un acto sin utilidad. A un acto mágico.

Lo que Cees – es de suponer que un pintor de hoy, con todas sus cuitas, virtudes, defectos, aspiraciones, frustraciones, éxitos – hace pintando una piedra podría ser marketing, alguna suerte de reclamo, un gesto para que se hable de él. Puede ser. El hecho de que yo tropezase inesperadamente con la obra, sin que hubiera oído hablar de ella en absoluto, se contradiría con ese afán propagandístico que acaso animó al pintor, pero que yo no me entere de cosas es del todo normal, así que por este renglón es mejor dejarlo. Cees sabrá por qué lo hizo, con qué objeto. A mí, desde la bendita ignorancia de mi campana de silencio, me gusta seguir con el juego suscitado y emprendido. Cees rupestre. Neolítico. Cees solo debajo del cielo, porfiando sobre la piedra, dando cauce a una emanación que surge de lo hondo y como desde muy lejos en el tiempo y el espacio. Una reverberación apenas vislumbrada de la eternidad. La sacralidad del Arte. Su raíz mágica. Una manera de decir el Mundo. Una obligación de hacerlo. Tarea del héroe que querría creer en Dios, hablar con él, hacerle caso. Que Dios lo contemplara.

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COMENTARIOS

  1. Ceerre says:

    Interessant punt de vista Gustavo

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