Aún no sabíamos hasta qué punto la imagen icónica de un avión atravesando la segunda torre del World Trade Center de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 nos iba a meter de lleno en los conflictos culturales del nuevo milenio. En el plano político, daba comienzo la guerra posnacional y la guerra preventiva, la lucha contra un enemigo invisible, la psicosis permanente de una amenaza terrorista, el refuerzo del control de fronteras y de flujos migratorios. En el plano cultural, las torres en llamas desplomándose en directo en todas las televisiones del mundo cubrían de polvo y humo el sur de Manhattan, al tiempo que evidenciaban la paradoja fundamental que se iba a manifestar con mayor fuerza durante los años venideros: la imposición, al mismo tiempo, de realidad y de simulacro.
Los avances tecnológicos, aplicados al campo de la información y al campo del arte, han incrementado en el sujeto contemporáneo una necesidad de realidad. Móviles inteligentes con cámaras y vídeos, APP de grabación en directo, dispositivos de emisión en streaming, aplicaciones de comunicación en directo o almacenamiento indiscriminado de todo tipo de grabaciones o capturas de realidad ofrecen la ilusoria posibilidad al individuo contemporáneo de poder relatar su propia vida o su propio entorno. Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat, Whatsapp, Youtube, Periscope, Tumblr, Tinder, Grinder demuestran que es el propio individuo quien puede relatar, proyectar o negociar su propia realidad. Por otro lado, la cultura de masas ha avanzado en la misma línea, proponiendo a nivel televisivo una dosis diaria de realidad: desde los reality show a las tertulias políticas durante las cuales la realidad acontece y, a la vez, se comenta.
Fue Alain Badiou quien primero diagnosticó esa “pasión por lo real” en nuestras sociedades contemporáneas. Esta pasión caminaba de la mano de un sujeto individualizado, de una tecnología desarrollada y de una comunicación en red, hiperconectada, que permitía la ficción de una comunidad conectada por intereses comunes. Pero a la vez, esa pasión por lo real escondía un concepto ambiguo y peligroso: la necesidad de autenticidad. La conexión en directo, por poner un ejemplo, parecía más “real” que la realidad misma, pues no existía una instancia de mediación que filtrara y ordenara esa realidad. Por poner otro ejemplo, los comportamientos de los individuos que integraban la casa de Gran Hermano parecían más “reales” que cualquier sitcom de referencia. En el mundo del porno se imponían las webcams y los repositorios digitales de sexo amateur, o de ficciones que representaban situaciones cotidianas, falsamente reales. En el mundo de la política, se reclamaba una democracia directa y se comenzó a votar contra esas instancias de mediación en que se habían convertido los partidos políticos (el sistema, el establishment) en favor de candidatos fuertes (desde Donald Trump a Marine Le Pen) y de programas contundentes (desde el Brexit a la extrema derecha).
La era digital permitió dinamitar todo un sistema de mediaciones, prometiendo más realidad y más autenticidad. Una realidad más cruda, más directa, quizás más dolorosa, pero absolutamente más auténtica.
Aquí es donde aparece esa paradoja de la que hablaba al principio: el incremento en la oferta y la demanda de la autenticidad solo era posible a través de la creación de nuevos simulacros. La ausencia de mediación no impide la distorsión de imágenes, la aplicación de filtros, la corrección de errores con Photoshop: la autenticidad está hecha desde la distorsión y desde el simulacro. El perfil de Facebook es un simulacro de identidad. La conexión por streaming es un simulacro de neutralidad. El almacenamiento en Youtube es un simulacro de totalidad. La imagen en Instagram es un simulacro de espontaneidad. Las peleas en Gran Hermano son un simulacro de cotidianidad. Así pues, realidad y simulacro no solo conviven, sino que se imponen a la vez de manera simbiótica y contradictoria, y son quizás la mejor expresión de nuestro tiempo.
En connivencia con las nuevas redes sociales, Jacques-Alain Miller y Graciela Brodsky acuñaron un término muy oportuno: la “extimidad”. Este fenómeno reflejaba la subversión de los ámbitos público y privado, y mostraba de qué modo lo íntimo, lo inaccesible y lo privado había pasado a ser materia de comunicación pública. El selfie sería el ejemplo más prominente de lo “extimista”: la aparición del “yo” en primer plano, fotografiado por el mismo “yo” que se muestra y cuyo mensaje central es el mismo “yo” con el escenario correspondiente: París, Londres, Valencia, Roma, Buenos Aires, la playa, la montaña, los amigos, la ducha, el cuarto de baño, el Camp Nou, la gala de los Oscar o el Congreso de los Diputados.
Frente a la concepción moderna de sujeto, el individuo digital lo es en tanto que ser comunicativo: la identidad ya no se define en relación al interior del individuo, a su esencia o a su sustancia, sino en relación a las comunidades a las que pertenece, a las imágenes que proyecta de sí mismo o a los relatos que elabora o a las causas a las que se adhiere. El individuo digital solo existe cuando está integrado en una comunidad en red, su identidad solo se determina en el conjunto de redes que teje a su alrededor mediante la pantalla y los intercambios tecnológicos, y el éxito social lo marca su capacidad de situarse en el centro de la comunidad digital.
Toda esta paradoja que contamina el campo artístico y el campo de la comunicación queda expresado de manera certera en IDOLATRÍA Díaz Martí compone a partir de fotografías del “yo” un mosaico de imágenes fascinantes, que el espectador observa con inquietud y con atracción. Realidad y simulacro se aúnan en este proyecto postfotográfico, en el que la fotografía única sirve de pieza de una imagen mayor, compuesta por una nueva voluntad representativa en el que las individualidades pierden su valor esencial en favor de una composición global, conectada, hiperconectada, y que completan formas o bestias que remiten a deidades hindúes, a mitología griega o a imaginería católica.
Cada imagen única es real y muestra una parte del cuerpo, una cabeza, un brazo, un tatuaje, una marca, un anillo, unos labios, unas gafas. Y sin embargo, superando el selfie como una unidad de sentido, el collage fotográfico apunta a la construcción de una nueva divinidad: cada “yo” retratado y proyectado en las redes sociales contribuye a forjar un monstruo que devora las individualidades.
Esa nueva divinidad, egolatría o idolatría, es monstruosa.
En IDOLATRÍA Díaz Martí advierte de que el músculo, el tatuaje, el piercing (tecnologías del cuerpo) existen solamente como elementos de comunicación, y adquieren un sentido cuando el Otro (la comunidad, o el más allá) las observa y las admira. José Carlos Díaz nos previene de los efectos de esa realidad desaforada: existe un nuevo dios, monstruoso, todopoderoso, magnífico, que devora a los hombres y a las mujeres, entregados en sacrificio para gloria de una imagen mayor, rogando por una imagen exitosa, divinizada, inalcanzable, a la busca de una imagen glorificada por una comunidad devoradora de imágenes y de sujetos. Esa nueva divinidad, ese nuevo ídolo pagano y blasfemo, es el que entre todos, a través de capturas, filtros y selfies, estamos erigiendo. Y adorando.
José Martínez Rubio es crítico y profesor de la Universitat de València