A lo más jóvenes, que desconocen la existencia de esta emblemática modalidad de turismo alcoyano, hay que decirles que la Volta a la Marina era una versión para pobres de los actuales cruceros por las Islas Griegas. Era un recorrido iniciático a lomos de un autobús renqueante, que tenía un único objetivo: visitar el máximo número de ciudades con playa en el mínimo espacio de tiempo posible. Niños, madres y profesores eran los protagonistas de esta aventura con la que habitualmente se cerraba el curso escolar. Aquella horda cargada de fiambreras de lomo empanado tenía hasta su propio himno: la emotivas notas del inmortal “Aixina s’agarra el pato”.
Hacer una Volta a la Marina era un ejercicio no apto para espíritus débiles y pusilánimes. El viaje empezaba a las siete de la mañana y el regreso a casa podía llegar bien entrada la madrugada. Eran casi 20 horas seguidas de sol, playa, bocadillos resecos, carreteras endemoniadas y asientos de escay que se pegaban dolorosamente a las espaldas quemadas en una época en la que todavía no se habían inventado los protectores solares.
El trazado de aquellas exhaustivas excursiones a la costa se parecía más a una etapa del Tour que a un viaje turístico al uso. Era un recorrido anárquico y agotador, que podía incluir un almuerzo en la Vila, un paseo por Benidorm, comida con baño en Gandia y una visita vespertina al Huerto del Cura de Elche. Los trayectos se organizaban según los gustos de los viajeros sin tener en cuenta los delirantes kilometrajes, pero siempre incluían dos estaciones inevitables: la parada en la cima de la Carrasqueta para que arrojaran los niños mareados y un último descanso de media hora a las diez de la noche en un bar de Xixona, para comprar porciones de turrón de recuerdo o tomar un café.
Aquel crucero de pura clase obrera tenía una serie de elementos imprescindibles sin los cuales perdía todo el sentido.
1-La Show woman
Era una señora gorda y simpatiquísima, madre de algún alumno, que se encargaba de la animación del viaje. Para ella, los pasillos del autobús eran algo parecido al escenario principal del Hotal Caesar Palace de Las Vegas y en cuestión de minutos, apenas abordadas las primeras curvas de La Sarga, esta mujer se convertía en una estrella del espectáculo. Tenía un repertorio infinito de canciones para viajar, en el que no faltaban temas clásicos de ayer, de hoy y de siempre, como el ya citado “Aixina s’agarra el pato”, “Carrascal, carrascal, qué bonita serenata” o “Para ser conductor de primera”. Conocedora de las responsabilidades de su cargo, aquella show woman sabía que cada vez que la expedición entraba en el casco urbano de una ciudad o de un pueblo de tamaño medio era obligatorio anunciar la presencia alcoyana cantando a voz en grito aquello tan patriótico de “¡Pi, pi, pi…los de Alcoy ya están aquí”. Su encomiable labor en pro de la moral de la tropa, sólo tenía una pega: aquella buena mujer era incapaz de darse cuenta de dónde estaba el límite y seguía cantando a voz en grito aunque fueran las diez de la noche y el pasaje, que a esas horas estaba al borde del colapso por agotamiento, apenas le hiciera coros. Se cuenta la historia de un conductor de autobús, que acabó perdiendo los nervios y amenazó al mundo a voz en grito con la siguiente frase: “¡si esa señora canta otra vez lo del pato, yo los estrello a todos en la Curva de la Paella y aquí paz y después gloria¡”
2-La digestión
Para valorar otra de las peculiaridades del viaje, hay que referirse un dato estrictamente científico: en aquellos lejanos tiempos de la Volta a la Marina (años 60 o 70 del pasado siglo) las digestiones de después de la comida duraban un mínimo de tres horas. Los niños se bañaban hasta las dos, comían lo que su madres les habían traído y no podían volver al agua hasta bien pasadas las cinco de la tarde. El resultado eran tres horas de chavales somnolientos y aburridos, expuestos a los rigores de un sol de justicia. Los adultos aprovechaban aquel rato para descansar, la señora simpatiquísima desgranaba un interminable repertorio de chistes y los tiernos infantes se limitaban a sobrevivir acurrucados en la arena y soñando con que algún alma caritativa les comprara un polo. El baño de la tarde era corto y decepcionante, porque la agenda apretaba y era necesario cubrir la próxima e interesantísima visita de aquel maratón.
3-La bronca de merendero
La bronca de merendero era otro clásico de la Volta a la Marina. La cosa funcionaba más o menos así. Los componentes de la expedición cogían sus bocadillos y sus fiambreras y se sentaban alrededor de las mesas de algún chiringuito playero. El dueño del establecimiento salía de la barra con cara de cabreo y les explicaba que aquello era un restaurante y que no podían traer la comida de fuera. Las madres indignadas, le decían al buen señor que iban a hacer gasto, ya que pedirían cocacolas y hasta algunos platos de olivas. El buen señor rechazaba de forma radical estas atractivas propuestas de negocio y los excursionistas acababan comiendo sobre la arena o debajo de un algorrobo ubicado en algún bancal cercano. Los más pudientes del grupo se comían un plato combinado en el merendero ante las miradas de envidia de los desheredados que no se había podido permitir aquel lujo.
4-Geografía
Además de una oportunidad para darle cabida a la sana camaradería escolar, aquellas tournées suponían toda una lección de Geografía sobre el terreno. Un chaval con cuatro Voltes a la Marina a sus espaldas alcanzaba un conocimiento de la provincia que para sí quisiera el más experto de los presidentes de la Diputación. Hay que decir que la obligada rapidez de los desplazamientos generaba entre la chiquillería un estado de confusión que en muchas ocasiones les impedía distinguir una población de otra. Al final del día y con sus mentes embotadas, había viajeros convencidos de haber visto el Peñón de Ifach en La Vila, mientras contaban maravillas de las salinas de Benidorm y del Palmeral de Dénia.
5-Recuerdos
Para explicar este punto, hay que tener en cuenta un dato importante: para la mayor parte de los expedicionarios, la Volta a la Marina era el único viaje que harían ese verano, ya que en aquellos tiempos felices la gente sin posibles se pasaba las vacaciones en Alcoy, chapando visitas al Preventorio y sesiones dobles en el Monterrey. Dada la excepcionalidad de la ocasión era prácticamente obligatorio comprar un recuerdo para regalárselo a la familia. Si se pasaba por Torrevieja se compraba un barquito hecho de sal, en las tiendas de souvenirs se adquirían castañuelas con la foto del Cordobés, en Elche solía caer algún paquete de dátiles y nunca faltaban inenarrables figuritas decorativas hechas con conchas marinas. Los más despistados cumplían el compromiso comprando un cajita de madera con turrón en la parada de última hora de Xixona, que venía a ser algo así como venir de vacaciones de la Riviera Maya y comprar los regalos en el dutty free del aeropuerto de Alicante.
6-El triste final
La Volta a la Marina murió abruptamente asesinada por la llegada del Seiscientos y del SEAT 850. Los alcoyanos tenían coche y podían viajar cada fin de semana a las localidades de la costa sin tener que sumarse en un extenuante aquelarre de señoras cantantes y de niños agotados. Después, llegaron los apartamentos y los chalés en la Plana de Muro y aquella fórmula turística tribal desapareció enterrada por una cosa muy rara que llaman prosperidad.
Los niños se van de viaje de fin de curso a París, los mayores hacen cruceros por los fiordos noruegos y el que más y el que menos se va a Madrid un par de fines de semana al año para ver musicales. La Volta a la Marina se ha convertido en material arqueológico para los historiadores; sin embargo, a pesar del olvido ha dejado su huella en varias generaciones de habitantes de esta ciudad. Es fácil comprobarlo: cada vez que un grupo de amigos alcoyanos o de amigas alcoyanas de más de 60 años de edad se suben juntos a un autobús o a un microbús sienten una ganas irrefrenables de cantar “Aixina s’agarra el pato”. Y lo peor es… que en la mayor parte de las ocasiones acaban haciéndolo.