En las calles se amontonaban cubiertos de barro todos esos objetos cotidianos que conforman las vidas y las haciendas de la gente. En el aire flotaba un pegajoso olor a podredumbre y en los ojos de los vecinos de la Ribera había una mirada turbia, en la que mezclaban a partes iguales el miedo y la desolación. El cielo tenía un color plomizo y amenazante y un gran silencio, sólo interrumpido por el chapoteo de los camiones del Ejército, lo envolvía todo. Era el mes de octubre de 1982 y un grupo de periodistas de Ciudad –Paco Grau, Ximo Llorens y el que esto escribe- habíamos montado por nuestra cuenta y riesgo una expedición para poder ver y contar de primera mano una catástrofe brutal que se estaba produciendo a muy pocos kilómetros de nuestra ciudad.
Han pasado cuarenta años, pero aún recuerdo que el primer día salimos absolutamente a ciegas. Corría la jornada del 21 de octubre y las radios y las teles difundían informaciones contradictorias y confusas, en las que aparecían las primeras referencias a la rotura del pantano de Tous. Éramos un grupo de veinteañeros con el furor periodístico metido hasta los huesos. Cogimos la carretera y enfilamos hacia la zona del desastre. El horizonte se ennegrecía conforme nos acercábamos a la Ribera. De repente, la carretera se acababa y ante nosotros se extendía un enorme lago sin fin de aguas turbias, sobrevolado por los helicópteros del Ejército. Tras embobarnos con aquel paisaje de “Apocalypse Now”, recorrimos algunos pueblos de la zona, en los que los vecinos montaban dispositivos para recibir a unos refugiados que nadie sabía cuándo iban a llegar. Regresamos a Alcoy derrotados y con sensación de fracaso, escribimos nuestras historias en el periódico del día siguiente y acabado el cierre nos juramentamos para volver e intentar entrar en Alzira y Carcaixent.
En la segunda intentona, logramos entrar en las ciudades afectadas tras superar un laberinto de controles policiales y de vías alternativas. Ninguno de los tres estaba preparado para las imágenes que se nos vinieron encima. Era como cruzar una puerta imaginaria y entrar en un paisaje de destrucción de unas dimensiones solo vistas en el apartado de internacional de los telediarios. Los coches arrastrados por el agua se amontonaban en las calles estrechas, en el líquido fangoso flotaban cadáveres hinchados de animales domésticos y no había ni el más mínimo resto de aquello que hemos dado en llamar mobiliario urbano. Todas las infraestructuras y todas las comodidades habían sido borradas de un plumazo por la pantanà: ni luz eléctrica, ni agua corriente, ni teléfono, ni comunicaciones por carretera, ni tren.
En medio de aquel panorama desolador, una cosa destacaba sobre todas las demás: la brutal voluntad de la gente de recuperar algo parecido a la normalidad e iniciar cuanto antes la reconstrucción de aquel desastre. Las familias enteras se obstinaban en hacerse con la escasa ropa que se había salvado, por enterarse de cómo estaban unos parientes o unos vecinos cercanos, por intentar reparar un coche estrellado contra la fachada de una casa o por buscar algo para comer en medio de la podredumbre del cieno. Cuando intentábamos hablar con las víctimas de la tragedia, chocábamos con una fortísima resistencia a relatar los hechos de la terrible noche del 20 de octubre. El trauma estaba muy cercano y en el mejor de los casos, el relato se veía interrumpido por un llanto irrefrenable.
En medio de aquel drama, una anécdota se nos quedó grabada para siempre. Mientras trabajábamos recogiendo testimonios y haciendo fotos en una gran avenida de Alzira, comprobamos que un tipo joven (con las ropas totalmente embarradas) nos miraba de forma insistente. Nos acercamos a él y le preguntamos si le pasaba algo. Mirando al suelo y con mucha vergüenza en el rostro, nos dijo que nos había visto fumar y nos preguntó si le podíamos dar un cigarro, ya que llevaba tres días sin tabaco por que los estancos habían sido arrasados por la riada. Le dimos dos paquetes, los cogió, nos dio las gracias y se puso a llorar con un llanto potente e incontenible que coronaba tres días de angustia absoluta. Fracasamos totalmente en nuestros intentos de consolarlo, lo dejamos llorando en soledad en medio de una calle inundada y nos marchamos con un nudo en la garganta.
Aquella entusiasta expedición alcoyana a la pantanà sería hoy un mero recuerdo, si no fuera por las fotografías de Paco Grau. Sus imágenes siguen llenas de vida cuarenta años después, son un testimonio impactante de una de las peores catástrofes que ha sufrido la Comunitat Valenciana. La capacidad de Paco Grau para contarnos los grandes dramas a través de los rostros de la gente corriente ha convertido esta serie fotográfica en una joya histórica digna de estar en los museos.