Es un domingo soleado de otoño. Sales de la autovía y en cuestión de minutos cruzas la frontera a otro mundo. Entras en el territorio dana; un universo de tragedia, destrucción y olor a barro podrido. Los sonidos parecen apagarse cuando entras en una de estas ciudades arrasadas por el agua; sólo las sirenas y el paso de los camiones del Ejército rompen un silencio pesado y amenazante. Caras de tristeza y gestos de agotamiento entre unos vecinos que llevan dos semanas luchando con el fango y contra la desesperación.
Apenas llegas, la vista se te va hacia las montañas de coches. Turismos destrozados, perfectamente apilados en un polígono industrial. Pequeñas colinas de chatarra con todos los colores del arco iris jalonan la red de carreteras comarcales en una imagen potente y surrealista que resume como ninguna otra la desaparición de cualquier resto de normalidad. Una chica con unas enormes botas de agua de color verde oscuro se acerca a una de estas siniestras pilas de hierros retorcidos; da una carrerita y mira, esperando encontrar se coche. Al final, se marcha decepcionada con unos amigos que la acompañan hasta el próximo cementerio de automóviles a ver si hay más suerte.
Catarroja, Alfafar, Paiporta, Picanya, Benetusser, Sedaví. Nombres de pueblos que llevan ya dos semanas llenando los telediarios de todo el mundo. El tiempo y la voracidad urbanística habían tejido entre ellos un delirante laberinto de polígonos industriales, centros comerciales y urbanizaciones. El paso violento de la riada ha acabado con todo de una forma brutal. Miles de historias personales se han quedado congeladas por el empuje de la Naturaleza y contemplando el paisaje del día después, duele sólo pensar en el gigantesco esfuerzo que costará reconstruir todo este desastre.
Una comarca entera en estado de guerra. Todas las rotondas de acceso a los pueblos tomadas por los controles de la Guardia Civil y las policías locales. Convoyes de camiones del Ejército transportando soldados hacia las zonas más afectadas. Bomberos de todos los rincones de España. Comitivas interminables de voluntarios armados con palas y grandes escobones. Vecinos buscando víveres con la desesperanza instalada en sus rostros. Equipos de televisión embarrados hasta el cuello buscando la imagen del día. En el resto del mundo, la gente disfruta de una jornada festiva normal y aquí, en medio de este cuadro de huertas y naves industriales, el paisaje muestra sangrantes todavía las heridas brutales de la batalla con la riada.
Las virulentas consecuencias políticas de la dana llevan semanas llenando los medios de comunicación. El debate sobre las responsabilidades de esta hecatombe ha alcanzado una potencia desmesurada que roza la inmoralidad; ya que empieza a desplazar de la primera línea de la actualidad informativa al verdadero problema: la situación de las miles de personas que han visto sus vidas y sus haciendas destrozadas por el ímpetu de las aguas.
El ruido cacofónico de la peor política no debería alejarnos ni un segundo de lo realmente sustancial: las vidas de unas gentes que lo han perdido todo y la obligación moral que tiene esta sociedad (sus instituciones y sus ciudadanos) de ayudarlos a salir de una catástrofe en la que la naturaleza desatada y la irresponsabilidad humana se han unido hasta forma una combinación letal.