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Punto de vista
Crónica de un verano incomprensible
España se ha dividido en dos bandos irreconciliables: las personas que actúan cómo si este país estuviera sumido en una gran pandemia internacional y las que han decidido por su cuenta y riesgo dar por superada la crisis sanitaria
Javier Llopis - 05/09/2021
Crónica de un verano incomprensible

Anécdota absolutamente cierta, recogida de los periódicos. Un camarero de un bar de una localidad costera se dirige a una mujer que está fumando en la terraza. La joven y sus compañeros se enfrentan con el empleado cuando éste les exige que cumplan la ley que prohíbe el tabaco en estos espacios, la clienta reacciona de una forma inusualmente violenta: se lanza sobre este pobre hombre y le pega un doloroso mordisco en el brazo, que acabará en los juzgados tras previo paso por el centro de salud. Este suceso chusco nos sirve para ilustrar un fenómeno que ha marcado este extraño verano de 2021; España se ha dividido en dos bandos irreconciliables: las personas que actúan cómo si este país estuviera sumido en una gran pandemia internacional (hay días en los que se superan los 100 muertos) y las que han decidido por su cuenta y riesgo dar por superada la crisis sanitaria y hacer vida normal.

En un lado tenemos a los ciudadanos que han optado por ejercer la responsabilidad y cumplir al pie de la letra las recomendaciones de Sanidad: mascarillas, distancias de seguridad o controles de aforos en casas y establecimientos hosteleros. En el otro, están los que han decidido ignorar todas estas “monsergas”, planteándose desde un principio que este verano de 2021 no se iban a cortar ni un pelo, convirtiendo las miserias de las vacaciones de 2020 en un asunto olvidado solo apto para tiquismiquis y para gente cobardona. A lomos de la seguridad egoísta que dan las vacunas (a mí no me va a contagiar, ya tengo las dos dosis) y empujadas por el agotamiento de casi dos años de fuertes restricciones, estas personas han decidido ponerse el mundo por montera y actuar cómo si aquí no pasara nada.

Si hace un año, esta gente eran una pequeña minoría rechazada por buena parte de la población, a lo largo de este verano este sector de la ciudadanía se ha vuelto masivo y casi mayoritario. Andar por las playas y los bares de la España costera de este 2021 cumpliendo estrictamente las exigencias de las autoridades sanitarias acaba provocándote la sensación de ser un pringado, una especie de bobo pusilánime incapaz de disfrutar de las delicias de nuestro emblemático sol y playa.

A favor de este grupo de rebeldes hay que decir que no se trata de una secta de negacionistas iluminados; son tipos corrientes y molientes, que hace un año presumían de cumplir escrupulosamente la tabla de recomendaciones de la Conselleria de Sanidad y que incluso eran capaces de denunciar a voz en grito a cualquier convecino que entrara en la tienda del barrio sin mascarilla. Aunque se ha hecho un especial hincapié en el papel de los jóvenes y sus botellones, estamos ante un fenómeno transversal, que no conoce distinciones de credos ni de edades. A lado de las multitudes de jóvenes borrachuzos que se concentran en un descampado podemos situar a la irreprochable familia que nos coloca la sombrilla en la playa a dos palmos de nuestras narices, a las cuadrillas de matrimonios que organizan cenorras para 30 personas en el chalet o a los tipos que le montan un escándalo al dueño de un bar que quiere echarlos porque se ha superado el límite horario.

Llegamos a una situación paradójica. La mejora evidente de la situación sanitaria ha permitido relajar de forma considerable las restricciones del verano pasado. Por extraño que parezca, a pesar de que estas limitaciones son mucho más suaves y de que permiten disfrutar una normalidad veraniega bastante aceptable, millones de españoles se declaran en rebeldía y deciden pasárselas por el arco del triunfo poniendo en riesgo la salud de todo su entorno.

Es evidente que en cuestión de meses se ha producido un radical cambio de mentalidades en amplios sectores de la ciudadanía. Para analizar las causas de este movimiento, conviene mirar en primer lugar hacia una sociedad poco dada a los sacrificios y a las renuncias (por mínimas y justificadas que éstas sean), que ha visto agotada su capacidad de aguante ante una vida cotidiana constreñida por los decretos institucionales. Tampoco habría que desdeñar la influencia de una clase gobernante que ha jugado irreflexivamente con el triunfalismo y que ha buscado con demasiada urgencia los beneficios políticos generados por las expectativas de la vuelta a la normalidad. Hay que añadir finalmente la responsabilidad de unos medios de comunicación que han ido desplazando la pandemia de los lugares de privilegio de sus parrillas, al considerar que es un tema que ha cansado a una audiencia saturada de estadísticas y deseosa de hacer borrón y cuenta nueva con un asunto desagradable.

Estamos cerrando un segundo verano de incertidumbres y contradicciones. Los habitantes de la Comunitat Valenciana tenemos hasta nuestra propia guinda del pastel: mientras en València y en otras localidades se celebran las Fallas, los profesores preparan el segundo dispositivo de seguridad anticovid para iniciar el curso y el personal sanitario se moviliza para exigir más medios. Todo muy raro, todo incomprensible.

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