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Punto de vista
El baile de los pajaritos
La pandemia, los políticos y una danza macabra e interminable
Javier Llopis - 24/01/2021
El baile de los pajaritos

Pedirle a un político que no haga política es como pedirle a María Jesús y a su acordeón que no interpreten “El baile de los pajaritos”. Esta afirmación de Perogrullo es un paso imprescindible para explicar el principio, el nudo y el momentáneo desenlace del desastre sanitario que afecta al mundo desde hace un año. La pandemia del coronavirus se ha gestionado (en Alcoy, en la Comunitat Valenciana, en España y en el resto del globo terráqueo) con criterios básicamente políticos. Los técnicos han sido siempre los actores secundarios de esta historia, cuyo argumento ha oscilado entre la loable preocupación de los gobernantes por la salud de los ciudadanos y la necesidad de defender los intereses de un determinado partido y de un determinado líder.

Desde el minuto cero de esta debacle, cuando la mayor parte de los gobiernos del mundo se echaron unas risas irresponsables con la pandemia, hasta esta dramática postnavidad que arrasa nuestros hospitales, el tratamiento de la crisis sanitaria ha ido a remolque de la política. Después de un año de mascarillas, ninguna administración pública de este mundo puede presumir de haber conseguido un éxito rotundo en la lucha contra este gravísimo problema de salud pública. Sólo países exóticos con características muy especiales, como Nueva Zelanda, pueden sacar pecho en medio de un paisaje desolador en que el todos los líderes mundiales han aportado su granito de arena para conformar esta gran cagada universal.

El mejor ejemplo de este extraño estado de cosas es el efecto bucle en el que vivimos todos instalados desde marzo de 2020. Llevamos prácticamente un año repitiendo el mismo esquema de funcionamiento: restricciones cuando la epidemia aprieta y manga ancha cuando afloja. Aunque desde fuera pueda parecer un ejercicio de obstinada estupidez, este sistema de funcionamiento se ajusta perfectamente al modus operandi habitual de la política actual. Los gobiernos sólo actúan cuando las estadísticas de contagiados y de muertos están disparadas, cuando hay una corriente de opinión muy potente que les permite evitar el desgaste que acompaña a decisiones tan traumáticas como el cierre de la hostelería y el del comercio. Cuando los casos disminuyen, en vez de mantener unas medidas que han mostrado su efectividad, se abre la mano a causa de la presión de la economía, el virus vuelve a extenderse y regresamos a la casilla de salida con los hospitales con camas instaladas en las cafeterías.  Y así, sucesivamente desde las tétricas vacaciones del pasado verano a la pesadilla de la última Navidad.

Hay que subrayar que este estado de enajenación mental transitoria no ha afectado exclusivamente a la gente que tiene el poder. Con mayor o menor lealtad institucional, los partidos de la oposición de todo el mundo se han especializado en actuar a cojón visto. Cada vez que se disparan las estadísticas, arremeten contra el gobierno de turno, acusándolo de llegar tarde y mal con las restricciones. Cuando los números son buenos, hacen justo lo contrario y critican a la Administración pública por arruinar el país con sus desmesuradas acciones de prevención.

Ni siquiera la ciudadanía ha podido salvarse de la absurda politización de este problema sanitario. La llegada del coronavirus ha propinado un golpe brutal al espíritu crítico y al ejercicio de la libertad de pensamiento. Asustados ante la amenaza de la enfermedad, de la muerte y de la ruina económica, los ciudadanos de a pie se han enrocado en sus posiciones ideológicas hasta consolidarse bandos cerrados y totalmente irreconciliables. Los partidarios del gobierno son capaces de disculpar hasta las peores chapuzas y los de la oposición exigen que rueden cabezas pase lo que pase. Cualquier intento de análisis independiente es arrasado rápidamente por una legión de hooligans, en medio de un paisaje violento en el que la covid ha trazado una raya bien gorda en la que se separa a los amigos de los enemigos.

Llegados a este punto, conviene hacer una apreciación por motivos de higiene mental: responsabilizar de esta catástrofe exclusivamente a los políticos es una simplificación injusta y caricaturesca, que no sirve para explicar la verdadera realidad. Nuestra clase dirigente es el fruto representativo de una sociedad a la que le molestan conceptos como el sacrificio, la renuncia o la mirada a largo plazo (las juergas masivas de las pasadas Navidades lo dejan bien claro). Recurramos a un ejemplo de brocha gorda. Pongamos que en la primavera de 2019, un gobernante especialmente responsable hubiera decidido mantener el confinamiento domiciliario y los cierres de la hostelería y del comercio durante el resto del año; el tipo habría salvado miles de vidas, pero a buen seguro habría acabado linchado por una multitud indignada, en la que participarían con igual saña miles de ciudadanos sumidos en la miseria, entusiasmados miembros de la oposición y hasta sus propios compañeros de partido, conscientes de que este fulano excesivamente prudente estaba llevando sus siglas a la ruina electoral.

En el tramo final de esta disquisición, volvemos a esta macabra versión “El baile de los pajaritos”. Pasaremos meses, hasta que se haya culminado el proceso de vacunación, danzando entre periodos de relajación, estadísticas horripilantes de muertos y posteriores periodos de confinamiento. Estamos ante una situación inédita y a unos políticos acuciados por el corto plazo no se les pueden pedir milagros. El único prodigio al que tienen acceso tiene un nombre: sanidad pública. Ahí, es dónde tienen una inmejorable oportunidad de demostrar su talla. Poner los medios técnicos, humanos y económicos para convertir los centros de salud y los hospitales en un muro de contención frente a la pandemia es una solución que está en sus manos y en las de nadie más. Ahí, no tienen ninguna excusa. Si siguen fallando, no tendrán perdón de Dios.

 

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