A lo largo de seis meses de pandemia, el Gobierno de España ha defendido sus discutibles actuaciones con un argumento principal: esto sería mucho peor si mandara el PP con el apoyo de Vox y de Cs. Partiendo de esta “verdad inamovible”, las gentes de Pedro Sánchez han logrado lo que no logró nadie en la historia reciente de este país: que millones de personas de la izquierda política y sociológica hayan renunciado hasta al más mínimo resto de su legendario espíritu crítico. Atenazados por el miedo a la enfermedad y por el terror a que los llamen fachas, los activos militantes del progresismo patrio llevan medio año en posición de firmes y han aceptado con una bondad infinita las peores demostraciones de incompetencia y las mentiras propagandísticas más infumables.
La persistente acumulación de evidencias de que se están cometiendo errores de bulto no ha generado ni la más pequeña grieta en este indestructible bunker de certezas en el que se refugian los practicantes de la fe más ciega, que son a la vez felices poseedores de unas enormes tragaderas. La capacidad de perdón es inagotable. Arrancamos en marzo con graves sospechas de que habían existido notables errores de previsión, provocados por motivos de interés político o por pura incapacidad. Superamos todas las medias de mortandad del panorama internacional y nuestros geriátricos se convirtieron en el escenario de una escandalosa masacre de mayores. La economía se bloqueó, iniciando un vertiginoso camino hacia los infiernos. Todo era perdonado, todas las dudas eran rechazadas, extendiéndose entre la izquierda más combativa una visión de la crisis sanitaria que la igualaba a una catástrofe natural o a una maldición divina contra la que nada podía la mano del hombre. Seguimos con el fiasco de la nueva normalidad; una relajación de las normas de control que se saldó con un sonoro fracaso, llenando de contagiados uno los veranos más siniestros de nuestras vidas. La decisión de abrir la mano para darle aire a una industria turística al borde de la asfixia no pudo ser más desafortunada; el turismo vive un año nefasto a causa de los rebrotes, mientras países de todo el orbe terráqueo aconsejan a sus ciudadanos que no vengan a una España en la que el coronavirus se ha disparado a niveles solo comparables a los de los días del confinamiento más duro. Fue peor el remedio que la enfermedad y el presunto balón de oxígeno turístico se convirtió en una ruina de consecuencias incalculables. Por si esto fuera poco, el traslado de las competencias desde la administración central a las autonomías ha sido un proceso confuso y tan mal hecho, que permite que cualquier juez “echao p´alante” pueda tomar decisiones sobre hechos tan ajenos a su cualificación profesional como la obligación de llevar mascarilla o la prohibición de fumar en la calle. El pastel de despropósitos se completa con el más que probable desastre en torno al inicio del curso escolar y con la sensación de que la gente que gobierna este país se verá obligada a preparar para el próximo otoño una versión maquillada del mismo confinamiento que vivimos en marzo y abril, con su consiguiente carga de desastres económicos sobre los sectores más sensibles.
Ninguno de estos terribles sucesos parece arredrar a las barras bravas de un Gobierno que no han mostrado ni el más mínimo interés ni en la rectificación ni la autocrítica. Cualquier persona que ose cuestionar las técnicas utilizadas para luchar contra la pandemia se verá incluida de inmediato en el saco de la derecha autoritaria y desestabilizadora, que quiere usar esta crisis sanitaria para subvertir el orden democrático y para derrocar a un gobierno progreso. Entre los delirios demagógicos y oportunistas del PP y la sincera convicción de que la gestión del gabinete de Pedro Sánchez es manifiestamente mejorable existe un amplísimo terreno en el que caben las críticas constructivas y las discrepancias enriquecedoras. El equipo de aprendices de brujo de la Moncloa ha convertido la unidad necesaria en pensamiento único y ha reducido este territorio a su mínima expresión, recurriendo a uno de los fenómenos más insólitos de la política española: el temor cerval que tiene la gente de izquierdas a que la opinión pública crea que se han pasado a la derecha.
A partir de aquí, todo ha sido coser y cantar. Ni una sola dimisión, a pesar de que ha habido enormes cagadas. Fernando Simón, un afamado epidemiólogo agobiado por la obligación de maquillar cada día las triquiñuelas políticas del Gobierno, se ha convertido en un inesperado e inmerecido héroe nacional. La situación ha llegado a tal punto, que incluso ha hecho fortuna una teoría en la que se responsabiliza a los propios ciudadanos del desastre por su falta de espíritu cívico, olvidándose de que el cumplimiento de una determinada ley debe estar garantizado por las fuerzas del orden y no por la improbable buena voluntad de la gente (es como querer que se cumpla el Código de la Circulación sin controles de la Guardia Civil de Tráfico y sin la vigilancia de los Policías Locales). La falta de presión social ha sido de tal envergadura, que el ejecutivo en pleno (empezando por su presidente) ha decidido tomarse unas gratificantes vacaciones, a pesar de que en palabras de ellos mismos estamos en la peor crisis desde la Guerra Civil.
Si el Gobierno ha fallado clamorosamente en la gestión sanitaria de la crisis, ni sus más furiosos detractores le pueden negar la pasmosa habilidad propagandística con la que ha manejado esta catástrofe. Gracias al excepcional empleo del arte de la manipulación de la opinión pública ha conseguido convertir en triunfos las peores meteduras de pata, difuminando en un oculto segundo plano las consecuencias más dramáticas de una epidemia atípica en la que no existen ni existirán imágenes de muertos ni de ataúdes, a pesar de que el número de víctimas mortales se cuenta por miles.
Si algún día, un historiador intenta contar este convulso periodo de nuestras vidas tendrá que hacer un considerable esfuerzo para averiguar por qué buena parte de la izquierda española renunció a ejercer sus principales señas de identidad –actitud crítica con el poder establecido y defensa de los más débiles- y prefirió instalarse en una catatonia autocomplaciente y cobarde.