Siempre me imagine la llegada de la República como un acontecimiento cargado de coreografías épicas: masas indignadas de desheredados rodean la Zarzuela gritando consignas, mientras la Familia Real huye apresuradamente camino de Suiza por un pasadizo subterráneo iluminado con antorchas. De eso nada, España puede presumir ante el mundo de tener la única monarquía que parece empeñada en derrocarse a sí misma. Ha bastado una simple historia de pilinguis y de dinero para que empiece a temblar el supuesto pilar central de nuestra democracia.
Dicen los más ancianos del lugar que para conocer a un hombre o a una institución basta con tener una idea bastante exacta de quiénes son sus amigos y de quiénes son sus enemigos. Por lo que respecta a la monarquía española; en estos momentos, sus únicos defensores acérrimos son un conjunto de partidos que oscila entre la derecha tradicional y la extrema derecha. Por el flanco izquierdo, ha caído en picado el prestigio de la corona y los partidos no se recatan en exigir que se le dé boleta a una entidad, que se coincide en calificar de anacrónica, inútil y carísima. Por lo que respecta al PSOE, esta formación sigue instalada en un eterno “nosotros somos republicanos, pero…”, que le ha dado resultado a lo largo de más de 40 años, pero que cada día resulta más difícil de sostener ante los continuados sobresaltos que le proporciona al país un Rey Emérito hiperactivo en la fechoría, que se ha convertido en una bomba política con patas.
Está claro que en el origen de este cataclismo hay que situar las hazañas del Rey Campechano. A base de novias, de cacerías, de comisiones millonarias y de fraudes a Hacienda, este incansable anciano ha demostrado un empeño letal a la hora de cabrear a un país inmerso en la miseria tras sobrellevar dos graves crisis económicas y un dramático desastre sanitario. Si al desparpajo del cabeza de familia le añadimos la incapacidad del equipo actual de la Zarzuela para arreglar rápidamente la avería y recuperar la conexión de ejemplaridad con la calle, el resultado es una mezcla explosiva: por primer vez desde que se instauró la democracia, la supresión de la monarquía es una idea que forma parte del debate mayoritario y que puede condicionar futuras alianzas políticas.
Empieza a crecer la sensación de que él único motivo de continuidad de la monarquía es el temor de los grandes partidos a los problemas que podrían derivarse del proceso que llevaría a su desaparición. Si se le da la vuelta a esta aseveración, se puede profetizar que las diferentes formaciones del arco parlamentario dejarían caer la institución real sin ningún tipo de remilgos el día en que genere más desaguisados que beneficios políticos. Al ritmo con el que se están produciendo los acontecimientos y con la llegada de continuas noticias alarmantes desde las instituciones judiciales suizas y desde la prensa internacional, esta segunda hipótesis aparece cada día más cercana.
NOTA FINAL. Corría el año 1976 y los Reyes de España realizaban una visita oficial a Alcoy. Deseoso de asistir a este evento histórico, mi amigo el Ruso madrugó y se colocó en primera fila de uno de los puntos del recorrido real. Era un tipo muy especial: llevaba una gran cabellera rizada al estilo Jimi Hendrix, vestía una andrajosa gabardina que le llegaba a los pies (se había quedado prendado de la portada del disco Aqualung de Jethro Tull) y andaba cargado con un polvoriento zurrón. Pocos minutos antes de que pasara la comitiva, un policía le cacheó y le exigió que se fuera inmediatamente a su casa si no quería dormir en la comisaría; el agente tenía un argumento de peso: mi amigo presentaba un aspecto peligroso. 44 años después de aquel suceso, millones de españoles han llegado a la conclusión de que el que realmente era peligroso era aquel hombretón llamado Juan Carlos I, que recorría sonriente las calles del casco antiguo alcoyano entre aclamaciones populares. El Ruso se nos fue al otro mundo sin que nadie pusiera en duda que era una magnífica persona y, por si esto fuera poco, nunca mostró ni el más mínimo aprecio por las princesas teutonas ni por las cacerías de elefantes, siendo sus únicos defectos conocidos su debilidad por las canciones romanticonas del grupo Mocedades y su legendaria habilidad para tirarte un pedo en la cara cuando te desbordaba en un regate jugando al fútbol.