La lógica se impone. Tras la extraña celebración de las Fallas de septiembre llegan en tromba las solicitudes para eventos festeros de toda la Comunitat Valenciana, incluidos el Mig Any y la Romería a la Font Roja de Alcoy. El argumento es incontestable: si la Conselleria de Sanidad ha autorizado el denominado evento fallero, arropándolo con el más inequívoco apoyo oficial, nosotros tenemos los mismos derechos que la capital del Regne y que el resto de localidades que han hecho fiesta grande de ninots y cremaes.
Llegados a este punto, toca hacer un poco de ciencia ficción. Pongamos que la situación sanitaria de la pandemia se complica (se ha complicado en numerosas ocasiones, rompiendo dolorosamente el triunfalismo oficial) y se produce una nueva oleada de covid. Colocadas ante este escenario, las autoridades de la Generalitat se verían enfrentadas a una pregunta diabólica: ¿y ahora quién les dice que no?. Cualquier negativa, aunque esté apoyada por las más irreprochables razones de salud pública, provocaría una violenta sublevación, una reacción de rechazo patriótico (que son las peores reacciones que hay) y un alud de críticas contra el centralismo fallero. Los organizadores de romerías, moros y cristianos, verbenas populares y procesiones del patrón y con ellos muchos ciudadanos de a pie se convertirían de inmediato en un ejército de furiosas voces críticas que desencadenaría todas las furias del averno contra el Consell y contra los ayuntamientos que siguieran sus instrucciones.
En el fondo de esta hipótesis de futuro están las dudas sobre la conveniencia de la decisión de la Generalitat de autorizar la celebración de las Fallas, forzada por el inmenso poder político de lobby fallero y por las ganas de los gobernantes de rentabilizar el regreso a la normalidad. Mientras discutimos si es una acción precipitada o una medida positiva para subirle el ánimo a una sociedad agotada por casi dos años de pandemia, hay una realidad que no admite interpretaciones: autorizar los festejos falleros supone abrir las puertas para la celebración del resto de fiestas que se hacen en el territorio autonómico. La cremà, la ofrenda y la plantà de monumentos en las calles de València –exhaustivamente publicitadas por todos los medios de comunicación- desencadenan un proceso en el que no hay marcha atrás posible. Tras ver estas imágenes repetidas hasta la extenuación en la televisión aunómica, miles de festeros –desde Castellón a la Vega Baja de Alicante- han pronunciado la misma frase: o todos moros, o todos cristianos.
Situados ante una dinámica imparable, sólo queda preguntarse si esta situación tan incómoda se podría haber evitado. La mayor parte de los festejos de la Comunitat Valenciana –incluidos los Moros y Cristianos de Alcoy- habían aceptado con resignación y realismo que con la pandemia aún en marcha tenían que esperar a la llegada de tiempos mejores. La excepción fallera ha borrado de un plumazo este pacto tácito y se ha desatado una imparable oleada de solicitudes. A partir de hora, cualquier limitación que se imponga desde el Consell a cualquier acto festivo se mirará con lupa, se valorará como una ofensa y en el peor de los casos desatará ríos de cabreo. Es una perspectiva peligrosa para el gobierno del Botànic, pero nadie podrá negar que ellos solos se la han buscado.