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A fondo
El olor de la indefensión
Viktor Frankl discursa que, donde todo es indefensión, también queda espacio para la propia decisión
Aitor Cerro Jiménez - 19/07/2018
El olor de la indefensión

Te despiertas entre gritos, ahogado entre la gente, con los pies entumecidos y la piel de las manos completamente resquebrajada. Estás sangrando, no sabes por dónde; apenas reconoces el dolor, sólo tienes la oportunidad de identificar algunas manchas de ese pegajoso líquido rojo dispersas a lo largo y ancho de la fragmentada tela que pretende ser tu ropa.

Miras hacia fuera, todo es bañado en gris, buscas hacia dentro, y cualquier voz que tiempo atrás resonase con fuerza ahora se ha quedado acobardada en la esquina más distante de la consciencia. Vuelves a mirar hacia dentro, no te gusta nada lo que ves, o lo que dejas de ver; angustia, abruma, invade, conquista… Acaba por empujarte con vehemencia hacia fuera, suspiras. Miras hacia el horizonte, y todo, absolutamente todo, está cubierto por una fina capa de polvo grisáceo y ceniciento. ¿Lo hueles? Sí, deja que el olor a quemado te invada.

Aunque en muchas ocasiones se ha abordado la cuestión de la “indefensión aprendida”, sería de mal gusto evitar una ligera aproximación a la misma con el fin de partir desde un mejor puerto. Seligman y Maier, en su trabajo de investigación, se encontraron con un suceso que no podían obviar. En resumen, y aunque existía un tercer grupo control, se halló que los animales -en este caso perros- que conformaban una de las condiciones experimentales, en la cual recibían descargas eléctricas sin poder evitar éstas de ningún modo, acababan por mostrarse indefensos ante la misma, es decir, se resignaban tras las sucesivas repeticiones, asumiendo pasivamente el castigo. En contraposición, el grupo de la condición alternativa, en la cual sí era posible escapar de la descarga mediante la acción de unos mecanismos, aprendieron que ejecutando ciertas conductas eran capaces de evitar el castigo. Se vislumbra explícitamente la cuestión del trabajo: ante sucesos aversivos, que resulten o se perciban incontrolables, el sujeto acabará entendiéndose a sí mismo como un ser incapaz de alterar la administración de las diferentes consecuencias. Esto es, como apunte final, al grupo de perros que no se les permitía escapar, a posteriori, mostraban déficits de aprendizaje para escapar de otra situación de la cual sí disponían de los mecanismos suficientes. De este modo hilamos la manifestación empírica de la indefensión con las características que definirían al “sujeto indefenso”. Como se decía, y aunque con el paso de los años la lista se ha ido alargando, se destacan 3 aspectos cruciales del individuo indefenso; déficits a nivel cognitivo, motivacional y emotivo, principalmente.

Pero no pretendo alargar la exposición teórica de la indefensión, resultaría más pertinente encontrar cabos prácticos y explicativos de cómo esta se manifiesta cotidianamente. Ya se ha insistido lo suficiente en representar como paradigma de ser humano indefenso al recluso en un campo de concentración nazi, al fin y al cabo, en dicho ambiente se dan las condiciones de aprendizaje requeridas para encontrar una manifestación vívida del ejemplo. Otra exposición de galería, siendo tan cierta como recurrente, sería anclar en la base del sujeto depresivo la idea de que éste se considera incapaz de alterar diferentes elementos en su ambiente en pro de su propia integridad; se siente incapaz, decaído, sin voluntad siquiera de arrastrar los pies por el suelo, con la cabeza cabizbaja y la mirada hundida en la parte más sucia de la acera. Estaríamos ante un individuo, siguiendo otra teoría, cuyo locus de control se encuentra anclado en las capas más externas, donde nada queda a su control, donde de tanto frío se le congelan las manos. Estaríamos ante un sujeto que, ante la atenta mirada de Bandura y su propuesta de determinismo recíproco, acabaría viéndose hundido en el ambiente, con 20 kg de cemento atados al pie que le encerrarían en un mar contextual donde únicamente unas pocas burbujas de aire lograrían salir a la superficie.

Abandonemos lo concreto, olvidemos al individuo, dejémosle en su propia brecha de humanidad que le puede conducir a perder el control, a sentirse nada; es una cuestión que debería ser abordada por cada uno…, debería. Ya no hablamos de unidades, hablamos de millones, de millones de personas que se rinden, siendo cómodamente absorbidos, por las diferentes cosas que fluctúan a su alrededor; víctimas de castigos, de una constante frustración pegajosa que apenas puede ser maquillada, sujetos que asumen lo incontrolable y expulsan de sí las capacidades potenciales, cualquier valor desarrollable. Sujetos que, al fin y al cabo, viven en una indefensión sutil.

Nada de esto es nuevo, de hecho, es altamente recomendable acudir a todos aquellos y aquellas que fueron señalando con diferentes herramientas y desde diferentes posturas un mismo punto. Fromm es el primero en entrar a nuestra sala de invitados y aboga, a capa y espada, por la “enajenación mental” del individuo contemporáneo; una persona que no se siente creadora de sus propios actos, que no porta capacidades, “que es una cosa empobrecida que depende de poderes exteriores a él y en los que ha proyectado su sustancia vital”. Anda, que tenemos otra visita, entran Marx, Sartre, Marcuse… mostrándose recelosos entre ellos, pero avanzando al mismo ritmo. Cogen una tiza y trazan el término “alienación” en la pizarra, esbozan -empleando diferentes colores- un individuo completamente ajeno a sí mismo.

Retomemos la indefensión, las cosas van y vienen y yo las veo suceder -ahí fuera- como si me encontrase en una burbuja, un habitáculo metálico en el cual se me proporcionan rápidamente diferentes consumibles que me satisfagan, que bailen con la frustración, que me hagan contemplar pasivamente las cosas, las cosas que van y vienen. Viktor Frankl discursa que, donde todo es indefensión, también queda espacio para la propia decisión, resquicios de poder inevitables de los cuales uno no se puede desprender, que muchas veces lastran porque responsabilizan, y porque responsabilizan movilizan. Porque en Auschwitz no todos miraban las embarradas zapatillas del extraño individuo que ante sí se alzaba, algunas personas alzaban la mirada y eran capaces de buscar alternativas, generar ideas, mostrar emociones, abalanzarse contra el guarda o sacrificarse por la integridad de otros; escogían, decidían ser parte de la poca parte que quedaba bajo sus brazos. La condición de ser humano es, de por sí, un resquicio de poder que jamás podrá ser arrebatado.

Así, aunque sólo sea un poquito, hay que clamar con ímpetu y defender dichos resquicios atacando con uñas y dientes, clavando los colmillos y desgarrando con fiereza al enemigo; desmontando excusas, falsas identidades, consumos exagerados y adicciones, problemas ficticios, en definitiva, las diferentes artimañas de un sistema que actúa como un ventrílocuo entreteniéndonos con sus marionetas, que nos entiende como cosas y necesita que así nos entendamos. No necesitamos más tiempos en los que nos consumimos siendo consumidos, necesitamos tiempos donde cada persona sea creadora; abandonando la mochila de la indefensión para avanzar con la necesidad humana, y pesada responsabilidad, de tener que construir un mundo.

Te despiertas entre los ruidos de los coches, desayunas corriendo unos insípidos cereales y te disfrazas de aquello que va a permitir que te reconozcan. Sales a trancas y barrancas, llegas tarde, las taquicardias fijan el ritmo de una danza que tu corazón baila torpemente, te tropiezas y abrazas el suelo. Nadie te mira, esperas que nadie te haya visto, te gustaría no existir. Te levantas, pero las piernas te tiemblan y vuelves a caer, apenas te quedan fuerzas siquiera para pedir una ayuda que no crees necesaria. Enciendes un cigarro y el humo te impide ver tu alrededor durante unos segundos -qué alivio- deseas que lleguen las vacaciones, y que saquen la nueva temporada de tu serie favorita, y que tu camello de confianza vuelva al barrio. Buscas inundación que deje a su paso un lodazal, un inmenso charco de barro en el que tumbarte y contemplar una gigantesca nube de humo que todo lo opaca. ¿Lo hueles? Es el olor de la mugre entrando en tus fosas nasales, acepta que toda esa mierda es superior a ti. Huele, huélelo, es el olor nauseabundo de un cuerpo que se descompone inerte en medio de la putrefacción; el tuyo. Grita, grita, aunque sea de dolor; limpia tu propia respiración, recompón tu rostro y, entonces, sólo entonces, contempla con determinación tu alrededor.

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