Deporte salvaje y anárquico que se jugaba en los patios de los colegios, cuando la chavalería tenía necesidad de desahogarse. En el ajo no había equipos, no existían reglas ni terreno de juego, el número de jugadores era ilimitado y no existían ni vencedores ni vencidos. Para jugar a ajo sólo hacía falta una pelota de tamaño pequeño o mediano (no valían las reglamentarias de fútbol y baloncesto) y muchas ganas de hacerle daño al prójimo.
También conocido como “jugar a atafarrarse”, consistía básicamente en propinar pelotazos a otros niños, buscando siempre las partes más sensibles de su anatomía (cara o muslos en el caso de que el golpeado llevara pantalón corto). En este extraño deporte había dos bandos bien definidos: el niño que tenía la pelota y el resto. El que tenía en su poder el esférico tenía derecho a perseguir a pelotazos a todos los participantes en la partida, buscando a sus víctimas ya fuera por razones de proximidad geográfica o de puro odio. Tras gritar la palabra mágica “¡aaaajo…!” podía hacer gala de sus instintos más violentos y castigar a quien le diera la gana.
Golpear fuerte y huir rápido eran las dos palabras clave de este juego que era toda una iniciación a la vida. Eran especialmente temidos los niños grandotes, que a causa de su gran tonelaje y de su capacidad de golpeo eran capaces de dejar lisiados y llorosos a sus contrincantes. Los partidos duraban lo que duraba un recreo, aunque en ocasiones eran interrumpidos por la intervención de algún profesor, que consideraba que esta práctica deportiva había llegado a unos niveles de crueldad inaceptables, ya que amenazaba seriamente la integridad física del alumnado del centro.
NOTA: Se supone que el deporte se llamaba ajo por su capacidad para dejar un reguero de niños escocidos por el patio.