Me encontraba haciendo un cursillo en el Tíbet cuando sonó la invisible. El sigilo interrumpido marcó la dirección ocular hacía el compartimiento de la escena. Demasiado cuchicheo para sacar algo en blanco-dorado, azul y negro.
El bisturí, perfila el cráneo mentecato. Una incisión.
Bajaban la escalera estrecha, apretujados, berreantes. Eran mis gemelos, los desprotegidos del aroma, que venían en ton ni son. Dando tumbos desordenados, cobardes en el larguero circular. En su caso, ella debió saltar del palco gravitatoriamente, aplastarse a lo plomo por sus repetitivas exhibiciones, debió rozar el vórtice, quizás de ahí su interés por la calina social del festejo a lo antiguo.
“Dos mil dientes de leche depositó Don Pérez Ratón”
No dejaba de ser una feria, un rastrillo caro. Los inasequibles, contentos con su campanita al cuello, hablan en sepulcral interno sobre el aberrante panorama del “Nació-Anal”. Entre tanto tintineo, las distracciones disfrazadas de transparente, cabriolan a lo bufón para la corte de los cortos.
Incontables análisis de sangre y el vestido sigue siendo rojo.