Soy Berto y si algo marcó mi vida fue la aceptación al devenir de los acontecimientos que se sucedían y el cáncer no iba a ser menos. Nací con una
discapacidad motora importante y mi familia creyó que lo mejor sería tener una ocupación dentro de casa. Por esta razón me introduje en el mundo artístico. Me asistía un profesor varias veces por semana y me enseñó las técnicas y los estilos de pintura al óleo. Me gustó la propuesta y la seguí, podría decir con devoción. Mis limitaciones físicas no mermaron la capacidad de poder coger el pincel. Aquí alcancé la libertad que no me daba el cuerpo y me lancé de lleno a transformar un lienzo blanco en toda una experiencia colorista. Esta fue mi profesión e ilusión día tras día.
Entre mis aficiones destacó la música sesentera y los juegos de mesa. El poder compartir con la familia y amigos una buena partida de coto i cau y llegar a poder hacer un bac i limpia no tenía precio; lo que nos reíamos. En general mi vida no era nada complicada y si muy ordenada en horarios y comidas. Siempre rodeado de mi familia; aunque era yo quien marcaba los ritmos. Dependía de mi madre y mi padre para realizar muchas tareas porque mi movilidad era reducida. Los años pasaron y se hizo imprescindible la utilización de la silla de ruedas. Dado que la vivienda no estaba adaptada para acoger este cambio, y otros que se iban sucediendo, se decidió mi traslado a un Centro de Mayores.
Nada de tristezas ni nostalgias; mi vida seguía siendo como antes o yo diría mejor. No es por “tirarme flores” pero mi carácter afable cuajó de inmediato en el ambiente de las personas que allí residían y en las que trabajaban. Seguí con mis dibujos, mi música y mis partidas. Además mi familia me visitaba de forma constante ¡Qué más se puede pedir! Pues sí, mi vida transcurría con total normalidad y felicidad hasta que un día un inquilino nuevo golpeó mi puerta. Me asuste por la forma en la que se presentó. Un dolor agudo en la boca del estómago fue su primer saludo. Me llevaron de inmediato al hospital y allí los especialistas averiguaron de qué estirpe procedía ese nuevo ocupante de mi cuerpo. Y así conocí su nombre y apellido: cáncer de páncreas.
Las visitas de mi hermana y mi hermano fueron diarias. Las primeras palabras siempre eran en forma de pregunta:-Com estàs? A lo que yo respondía: -Estic bé. En realidad no había nada diferente para mí. El dolor estaba sosegado por la medicación que tomaba; por lo que el sufrimiento no hizo acto de presencia. El cambio físico vino después, aunque no el anímico. Mi piel se tiñó de un amarillo sombrío, la fuerza de mi cuerpo iba disminuyendo día tras día y el apetito también. Recuerdo que Jorge, familiar y compañero, se acercaba a verme. Se encargaba de telefonear a la familia y dar detalles de si había comido o si me había acostado. En definitiva, me sentía partícipe y querido por muchas personas. Tenía claro que esta enfermedad me estaba cambiando a nivel físico pero mi carácter optimista seguía intacto. Se trataba de no juzgar el momento ni la experiencia. Esa era la clave.
Tras llevar unos días en cama empecé a notar que algo diferente se estaba acercando. No sabía que era y mi hermano me explicó lo que me podía estar
sucediendo. Noté que mi cuerpo se iba desconectando, aligerando, pero -¿Sabéis qué? Volví a decir: -Estic bé. Me fui de esta vida satisfecho de mi bondad, de mi simpatía, de mi alegría, de mi sencillez y de una enfermedad vivida con aceptación y naturalidad ¿No os parece un buen pasaporte de partida? Yo creo que sí ¡Hasta siempre!