El mundo de la altísima política funciona más o menos como nos lo cuenta la película “El vicio del poder”. El film, dirigido por Adam Mckay, debería ser de obligada visión para todas aquellos ciudadanos de bien, que en algún momento de la existencia se han preguntado cómo es posible que haya gobernantes capaces de provocar la muerte de miles de personas para defender sus intereses políticos o personales (en el feliz reino del neoliberalismo, no está muy claro dónde empieza y dónde acaba la frontera que los separa).
Al final de esta didáctica película, uno se queda con la impresión de que la maldad carece de épica y de dramatismo. La maldad es mediocre. La maldad humana es un tipo gordo y espantosamente aburrido, devorando bollería industrial y empalmando infartos mientras arrasa el mundo en una loca carrera por acumular poder. La maldad, encarnada en el personaje del vicepresidente de los Estados Unidos Dick Cheney, es un oscuro burócrata que toma decisiones brutales con la misma pachorra con la que haría unas fotocopias. No hay ningún brillo en esta historia, todo es sórdido y absolutamente “normal”.
“El vicio del poder” se nos presenta como una perfecta mezcla de ficción y de documental, en la que una voz en off nos va guiando por la siniestra peripecia vital de un político que alcanzó su zenit como todopoderoso vicepresidente de Bush y como principal inspirador de la invasión de Irak. Un descomunal Christian Bale se encarga de hacer creíble el personaje, en una actuación que eleva la economía de gestos a categoría de arte y sin la cual sería imposible organizar un peliculón de estas dimensiones.
Hay algo muy inquietante en la biografía de este ejemplar padre de familia capaz de montar guerras y de desencadenar procesos catastróficos que destrozarán las vidas de millones de personas repartidas por todo el mundo. Eternamente espoleado por su esposa, una Lady Macbeth omnipresente interpretada de forma magistral por la actriz Amy Adams, este tipo con cara de palo recorre la Historia con la fría profesionalidad de un funcionario del mal y no hay nada ni nadie que sea capaz de hacer que se plantee ni el más mínimo dilema moral.
La película nos aporta una cascada de datos importantes y al final nos deja con una certeza terrorífica: el mundo actual –con sus conflictos bélicos, con sus oleadas de inmigrantes desesperados, con sus grupos terroristas, con sus desastres ecológicos y con sus populismos antidemocráticos- es la herencia maldita de tipos como Dick Cheney; el legado de una generación de políticos que comprobaron encantados que se podían cometer las peores salvajadas con la misma tranquilidad impune con la que uno sale de pesca un fin de semana.
NOTA AL MARGEN. Al salir del cine y con el impacto de esta historia dándome vueltas por la cabeza, me surge una pregunta sin respuesta: ¿Habrá algún día algún director de cine español que se atreva a rodar una película como ésta, pero con José María Aznar y Ana Botella de protagonistas?. No le faltaría material para montar una buena historia y tendría asegurados unos cuantos cientos de miles de espectadores.