Tiene “El irlandés” el aire de monumentalidad y de perfección de una catedral gótica del cine. Toda la sabiduría cinematográfica de Martin Scorsese se vuelca en un gran relato crepuscular en el que se habla de la mafia pero también de la vida y de las relaciones entre las personas. Interpretaciones impresionantes –un genial y recuperado Robert de Niro, un estremecedor Joe Pesci y un intenso Al Pacino- contribuyen a levantar un edificio fílmico de tres horas y media de duración, que te deja con el convencimiento de que acabas de contemplar una obra maestra de la cinematografía; una de esas piezas fundamentales que algún día formarán parte de la historia del Séptimo Arte y de la que se escribirán libros y tesis doctorales.
Es como ver “Malas calles”, “Uno de los nuestros” o “Casino” pasadas todas ellas por el filtro de los años. No es una casualidad que el responsable de contarnos esta historia sea un viejo asesino mafioso recluido en un asilo, mientras lucha contra sus fantasmas personales y busca algún tipo de redención para una vida en la que el crimen formó parte de la más prosaica normalidad laboral. La cercanía de la vejez para un director que ronda la condición de octogenario impregna hasta el último segundo de esta película, que tiene en el paso del tiempo uno de sus pilares argumentales básicos y en la que Scorsese se sumerge -a un ritmo más pausado de lo que es habitual en él- en el violento mundo de la mafia para mostrarnos algunos de los aspectos más complejos del alma humana: desde la fidelidad, a la amistad, pasando por el odio, la traición y el sentimiento de culpa.
No es ningún sacrilegio afirmar que “El irlandés” está a la altura de los mejores momentos de los Padrinos de Coppola. Como todas las grandes películas americanas, la última propuesta de Scorsese es capaz de combinar la épica de la epopeya con el detalle de las historias más íntimas. El film ofrece un gran fresco sobre los rincones más sucios de la historia reciente de los Estados Unidos, pero también contiene primorosos retratos de unos personajes que circulan por el mundo impulsados por la fuerza de un destino violento e implacable. “El irlandés” son espectaculares escenas de fiestones horteras de la mafia y ágiles relatos de conspiraciones y crímenes, pero también son los inmensos ojos aterrorizados de una niña -la hija del gánster- que contempla cada día cómo su padre sale a trabajar dejando un rosario de cadáveres a su paso.
Resulta extraño enfrentarse con una joya de esta categoría ante la obligada pequeñez de la pantalla de un televisor. El nuevo mapa del negocio audiovisual –con el boom de plataformas como Netflix- nos roba el placer de ver este peliculón en su escenario natural: la sala oscura de un cine. Sólo algunos privilegiados (entre los que no nos encontramos los alcoyanos) han podido disfrutar de este privilegio.