slogan tipografia la moderna
Cultura
La poesía no prescribe
Presentación en Alcoy de la reedición del poemario Archipiélago, de Joan A. Climent Fullana y Jordi Botella
Gustavo Cardenal - 16/05/2014
La poesía no prescribe

De los dos coautores de este libro, a uno no llegué a conocerlo. Pero eso no quiere decir que no supiera de él. En el momento en que apareció Archipiélago no había esta especie de obsesión por escribir, o al menos yo no tenía constancia de que la hubiera. Entonces, si te llegaba la onda de que alguien también escribía, tendías a establecer con él, a veces no una relación como tal, pero sí una especie de vínculo intangible y un poco secreto.

Como éramos pocos, o al menos eso me parecía a mí, podía crearse entre nosotros una complicidad, aunque fuese tácita, de consumo interno. En ese tiempo, de entre los que uno sabía que andaban en el oficio de escribir, Fullana destacaba con un brillo algo especial. A mí me decían de un tío de Muro, que escribía muy bien, que era el bueno de verdad, el que apuntaba, porque entonces todo cuanto había o podía haber era eso, apuntes, brotecitos. Así se me quedó como en un desván, Fullana, el de Muro. Como un referente quizá impropio o poco justificado, algo gratuito, puede que idealizado, pero referente al cabo. Y ahí quedó. Hasta hoy.

Hasta hoy en que por fin sí lo he leído de verdad. Mezclado inextricablemente con Botella, a quién sí conocí y conozco. El poemario que se reedita es a medias, cuenta en su factura con cuatro manos, pero no como suele producirse esto. En narrativa puede entenderse algo mejor lo de las cuatro manos: se reparten capítulos, o se piensan tramas en equipo, o incluso se distribuyen personajes, que se trabajan separadamente aunque luego haya una redacción común. Pero en poesía, tan íntima, tan personal, parece más difícil. Me dijo el propio Botella que en este caso no hubo interferencias del uno en el trabajo del otro. Como en cualquier técnica a dos, aquí cada cual aportó lo suyo, sus poemas, y no hubo ni siquiera un trabajo de lima, de pulido. Los poemas quedaban como los había escrito cada cual, y se firmaban genéricamente a dos, como Lennon y McCartney. Lo peculiar es que esto no se percibe en el texto. Yo al menos no lo percibo. A diferencia de Lennon y McCartney, no se detectan dos estilos. Esa comunión de estética y de sentimientos es lo que permite el libro, y lo que lo dota de una especial magia. El estilo, tan importante siempre, aquí no se diluye, pero sí parece mimetizarse, se hace uno sólo, común. Y cede su protagonismo a la magia, que también debió de ser común, y que hace casi cuarenta años fue la suficiente como para que hubiera quien se interesara en su publicación, algo que si hoy no es fácil, entonces era casi una utopía. Una magia que hoy mantiene, con una frescura notable.

Con la poesía ocurre que esa frescura, que no quiere decir ni ligereza, ni facilidad, que es otra cosa, esa frescura no prescribe. En general en literatura, como también en Arte, hay un constante movimiento, una evolución. No siempre esto tiene sentido o defensa. Más bien parece cosa de modas o de intereses diversos. La verdad es que, cuando una obra es buena, se defiende y se hace valer a sí misma, prevalece más allá de cualquier embate de la moda, de las corrientes imperantes. Un buen poema del siglo 19 es tan capaz de arrasar al lector hoy como cuando fue escrito. Es como si hubiese un carril muy activo en la carretera, en el que no paran de pasar cosas, novedades, rupturas, revoluciones. Ahí es donde se va escribiendo la historia de la literatura y donde se van instruyendo los catálogos. Pero al lado hay otro carril, que no es una vía muerta, y en ese viven y perduran muchas obras que no tienen edad, que no tienen caducidad. Y para ocupar de derecho un lugar ahí, esas obras no tienen que tener unas especiales características. Lo único que necesitan es nada menos que ser unas buenas obras. Pero hablar de “buenas obras” así, en términos absolutos, es algo arriesgado, y nada documentable. Es mejor dejar la materia opinable y tratar de la circunstancia. Hay obras que viven en la efervescencia, en el momento. Y otras que salen de ese carril tan trepidante y buscan lugares menos jaleados. Abandonan pronto la mesa de novedades. Algunas alcanzan el estatus de Bien Cultural, pero la mayoría pasan. Viven por los estantes, en los cajones, en el fondo de los catálogos. Y del mismo modo que hay obras distintamente circunstanciales, también eso se da en los lectores. Hay un lector que vive alrededor de la mesa de novedades, donde todo excita y casi todo caduca. Y otro, o acaso el mismo en otros momentos, que bucea más en lo hondo, que rastrea en el limo, allá donde van a reposar, sólo aparentemente quietas, esas obras cuyo peso las vuelve valiosas, que están más allá y más abajo que las espumas.

Esto claro que pasa también en narrativa, pero sobre todo en Poesía hay que salirse del carril y hacer que el Tiempo recupere su condición de abstracción absoluta. El Tiempo no pasa para la buena poesía; el Tiempo pasa POR la buena poesía, y tampoco la mejora, como lo que dicen de los vinos, simplemente la deja intacta. Ni la madura, ni la envejece. Casi ni la encuadra, porque la poesía no es ni hija ni deudora del tiempo en que se da. Y si da fe del estado de cosas de su tiempo, no la da de manera que pueda competir con los titulares de prensa. La materia de que se ocupa es cierto que puede aflorar hasta esos titulares, pero se nutre de un venero mucho más profundo. Más complejo. Menos exportable.

Para hablar de este libro hay que intentar volverse tan puro como él. Usar palabras con mucha verdad y poco cascajo, y que tengan el tamaño adecuado. Hay que bajarse de las esdrújulas. Contiene una poesía atemporal, nunca eterna, que es una palabra grande y torpe. Eterno es lo que dura para siempre en el tiempo. Atemporal es aquello que no necesita del soporte del tiempo, que pasa por él como flotando, que no requiere del tiempo ni siquiera como referencia. Por eso se puede leer hoy Archipiélago igual que si acabara de salir por primera vez. Se mantiene incólume, invulnerado. Fue tan moderno en su momento como lo es ahora, porque como digo está fuera del tiempo, o cuanto menos a salvo de sus habituales erosiones. Y es tal cosa, moderno, o mejor actual, o todavía mejor, vigente, más por su belleza intrínseca que por las maneras técnicas que Botella y Fullana emplearon, y que en aquel momento, para ser debidas a dos chavales de más o menos dieciocho o veinte años, acaso estaban notablemente afinadas. Rimas internas, juegos fonéticos con las palabras, ritmos como de canción, disposición espacial emancipada a veces del corsé de los renglones. Pero el sólo atrevimiento, o la sola pericia técnica no son más que un instrumento, que habría que dar por supuesto en todo el que escribe, aunque con tanta frecuencia ese supuesto sea una presunción o un favor que se le hace. Un instrumento que cabe usar, pero no valorar demasiado en sí mismo. Hay grandes autistas cuyo magnífico estilo se agota en sí mismo, sin trascender. La técnica por todo mensaje no es nada. Sólo sirve, es más, es imprescindible, para dar cauce al contenido y a la magia, si es que se poseen. En los autores de este libro no hubo ni alardes, ni pirotecnias gratuitas. Todo está hecho de un modo que trasluce naturalidad, y que se aleja de la impostura que, a esas edades, en el principio de escribir, podía llevarte a ser Bukowski lo mismo que Juan Ramón Jiménez. Generalmente siempre otros, generalmente casi nunca uno mismo.

Archipiélago está hecho de palabras dibujadas, de palabras tañidas como un instrumento, es decir, que está hecho de poesía. Las palabras, en el poema, parecen a veces querer jugar a ser también forma y colores. Palabra con su carga semántica precisa, pero palabra abierta, germinal, palabra que es ante todo propuesta. Pluralidad, lograr que la palabra, hecha llegar al estamento de palabra poética, se libere de esquemas y cometidos y trepe por el papel y lo invada, para volver el poema, también, cuadro. Eso elimina cualquier veleidad narrativa, todo riesgo de que el verso se embride en un discurso cerrado y vectorial, y lo vuelve, para el lector, algo fértil, abierto, fractal. Para el lector entregado, el que se deja ganar, el poema se diluye adentro y genera otros, más poemas, que no eran y que posiblemente no lleguen nunca a estar escritos en un folio, pero que se incorporan a lo más íntimo, que se reciben y se dicen con las mismas maneras naturales de la respiración.

La poesía no es un género. Es una manera de estar en el mundo. De mirar, de conocer. Instrumento de conocimiento y aprendizaje. Estos poemas plantean el cuerpo, lo buscan, lo dicen, lo abordan. El cuerpo campo de experimentación, tierra de descubrimiento, de conquista, de rendición, de regalo, de batalla, de victoria, de derrota. El cuerpo es aquello con lo que se vive, y es la expresión absoluta de la vida. El cuerpo que se va sabiendo, el propio, el ajeno, el cuerpo como profunda posesión inalienable, y todas las circunstancias en que se implica, el amor y su contrario, el éxtasis y la miseria más absoluta, esos lugares que a los veinte años – edad en que Fullana y Botella escribieron esto – son tan fronterizos, tan desierto y vergel sin solución de continuidad, sin argumentos, sólo con piel y con alma.

Da vértigo mirar ahora atrás. En los treinta y tantos años que median entre la aparición y la reaparición de Archipiélago cabe una vida, o bueno, caben dos. Y hasta tres. Quien hoy traduce, y acaso con ello vuelve a escribir el libro, cuando la primera publicación no era, no estaba, formaba parte de las hipótesis peregrinas del futuro, de sus azares. Y hoy, ya lo podemos ver, está aquí y es del todo real. Mercè hoy forma tándem con Botella, como en su día lo formó su padre. De alguna manera esto crea un bucle y lo cierra. Pero lo cierra no en el sentido primero de clausura, de cumplimiento. Es un bucle, no un círculo, y un bucle es un constante fin y un constante inicio, lo cual le confiere aire y sentido germinal, de semilla. Archipiélago no se reedita: más bien renace, vuelve a darse en otro lugar del tiempo y de las vidas – o las muertes – de los implicados. Y lo hace para bien de todos nosotros. Estas experiencias, si uno les ofrece la piel abierta, reconcilian con la vida. No son homenaje mustio o nostálgico, ni memento. No son complacencia con un pasado que se idealiza por lo lejano, un lugar en el que se fue más feliz o más feraz. Son pura exaltación. Y una apuesta indudable por la vida. Y por la Belleza, que es algo que afortunadamente nunca prescribe.

Texto de Gustavo Cardenal leído durante la presentación realizada en el Centre Ovidi Montllor de Alcoy.

¿Te ha gustado?. Comparte esta información:
DEJA UN COMENTARIO
Los comentarios en esta página están moderados, no aparecerán inmediatamente en la página al ser enviados. Evita, por favor, las descalificaciones personales, los comentarios maleducados, los ataques directos o ridiculizaciones personales, o los calificativos insultantes de cualquier tipo, sean dirigidos al autor de la página o a cualquier otro comentarista. Estás en tu perfecto derecho de comentar anónimamente, pero por favor, no utilices el anonimato para decirles a las personas cosas que no les dirías en caso de tenerlas delante. Intenta mantener un ambiente agradable en el que las personas puedan comentar sin temor a sentirse insultados o descalificados. No comentes de manera repetitiva sobre un mismo tema, y mucho menos con varias identidades (astroturfing) o suplantando a otros comentaristas. Los comentarios que incumplan esas normas básicas serán eliminados.

Nombre

E-mail (no se publicará)

Comentarios



Enviar comentario