Desde pequeño me enseñaron a desconfiar de las películas en las que se abusa de los letreritos indicativos del tipo “Madrid, octubre de 1996” con los que el director intenta guiar al espectador a lo largo de una trama especialmente enrevesada. “El hombre de las mil caras”, la versión de Alberto Rodríguez sobre las peripecias roldanescas del espía Francisco Paesa, es una auténtica orgía de subtítulos geográfico/temporales, que acaba con el público sumergido en un estado de confusión absoluta, que no se remedia ni con una tonelada de voluntariosas explicaciones de la voz en off.
Los personajes van y vuelven a París, a Ginebra, a Madrid o a Singapur; se fuman una docena de cartones de tabaco; intercambian maletines; lucen gabardinas maravillosas y celebran reuniones supersecretas al lado del Sena, en un continuo ir y venir que resulta incomprensible hasta para los más empollados conocedores del caso Roldán y de todas sus ramificaciones. Las colosales interpretaciones de Eduard Fernández y de José Coronado no logran impedir un naufragio narrativo provocado por el ansia del director de contarnos un montón de cosas en un espacio limitado de tiempo. El globo de esta obra cinematográfica, técnicamente muy bien resuelta, acaba estrellándose contra el suelo por una sobrecarga de información. La obsesión por contarnos hasta el último detalle de la saga y fuga de aquel malévolo director de la Guardia Civil acaba desdibujando los perfiles de unos personajes que podrían haber dado mucho más de sí. En algunos momentos del film, agobiado por la acumulación de datos sobre los misteriosos papeles de Laos, a uno le resulta difícil saber si está ante una obra de ficción o ante un tedioso documental guionizado.
Tras el impacto de la magistral “La isla mínima”, el espectador acude ilusionado a contemplar la última obra de Alberto Rodríguez. Aunque el director sigue mostrando un asombroso dominio del medio cinematográfico, la historia que nos cuenta acaba chirriando y empantanándose en los peligrosos territorios del exceso.
Nota final: Imperdonable la caracterización del actor que representa al ex ministro Juan Alberto Belloch. El personaje luce una melenita y una barbita ridículas, que resultan sospechosamente parecidas a los postizos capilares que adornan a esos maniquís del Casal de San Jordi que nos muestran el traje de algún histórico capitán cristiano. Tal vez sea una referencia oculta al periodo que el ex ministro pasó como juez en Alcoy.