Si Estados Unidos tuvo a Estée Lauder; Canadá, a Elizabeth Arden; y Polonia, a Helena Rubinstein; España contó con Carmen Vidal, la mujer detrás de la marca Germanie de Capuccini. Todas pioneras, pero la suya es además una historia de superación personal.
Esta es la historia de una mujer criada en la Argelia y un pueblo de montaña español del siglo XX que gracias a su ilusión y perseverancia creó un imperio cosmético desde una ciudad de provincias: Germaine de Capuccini, una firma que desarrolla tratamientos y productos para ser aplicados por profesionales en institutos de belleza de todo el mundo, compitiendo con las principales multinacionales y Sudamérica entre sus principales clientes.
Carmen Vidal fue la española que profesionalizó los cuidados de la piel e introdujo la cultura de la prevención. “La mujer puede mantenerse bella si se cuida. Para ello hay que ponerse en manos expertas que la traten adecuadamente”, decía. La definen como una precursora de su época y una artesana de la belleza. Pero el adjetivo de luchadora es el que más la identifica ya que lo ha logrado todo desde la nada.
Su historia empieza en 1915 en Regaya, una ciudad de Argelia, colonizada entonces por Francia, país al que emigraron muchos habitantes de la provincia española de Alicante, entre ellos sus padres. Chica presumida – “para estar bella hay que sentirse bella” – allí descubrió que la mujer árabe era la que más secretos de belleza conocía y se quedó fascinada con sus maquillajes enigmáticos y sus ungüentos naturales. Carmen consiguió que aquellas mujeres le abrieran su harén y pronto preparó sus propias fórmulas. A los 17 años regresó a la casa familiar en Famorca, una aldea perdida en el reino de montañas de Alicante. Ya entonces tuvo claro que quería dedicarse al cuidado de la piel pero sus padres no la dejaron estudiar por ser mujer (demasiado moderno para la época y el lugar). Casi incomunicada, se tuvo que conformar en aprender a con coser y bordar, pero también empezó a desarrollar sus propias pociones de belleza. Su primera crema la hizo con agua de rosas, aceite de almendras, cera de abejas y esperma de ballena (un producto que entonces vendían hasta en las boticas más remotas). Su primer maquillaje lo creó con botones de nácar, zumo de limón y agua de rosas. Sus amigas le hacían pedidos, lo que le ayudó a no perder la esperanza en dedicarse a la estética algún día.«La fe en mí misma y la visión de lo que quería hacer no me han abandonado nunca» escribió en su autobiografía.
Se casó a los veinte años con Vicente, el gran amor de su vida, y tuvieron cuatro hijos. Atender a una familia numerosa no truncó sus planes, pero sí la Guerra Civil Española, que provocó que su deseo se convirtiese en algo «borroso en aquel tiempo de miedo y miseria». En aquella época se limitó a subsistir trabajando el campo, si bien continuaba creando pomadas para evadirse de tan triste panorama.
En la posguerra recuperó su sueño. En España era difícil abrirse camino, pero la colonia francesa continuaba ofreciendo buenas oportunidades. Su marido, que conocía las ansias de su esposa, aceptó quedarse a cargo de la familia en Famorca y Carmen partió de nuevo a Argelia. Era su último tren.
Gracias a sus contactos consiguió trabajo en el Instituto de Belleza de Madame Fabré, una médica y esteticista francesa adonde acudía el personal de las embajadas y la alta sociedad de Argel. Carmen empezó como asistente y acabó siendo socia. Esta vez fue su propia mentora quien la animó a matricularse en la Escuela de Enfermería para aprender conceptos básicos de medicina. “La principal labor de la esteticista es conseguir y conservar la salud de la piel, el mayor y más delicado órgano del cuerpo”, opinaba Carmen. Pero otra guerra, esta vez la de Argelia, volvió a forjar su futuro. Tras la independencia del país magrebí en 1962, se marchó. Tenía doble nacionalidad: la francesa por nacimiento y la española por matrimonio; regresar a la península implicaba perder la primera, mientras que París era la capital mundial de la cosmética. «No había opción». Su marido e hijos volvieron a aceptar la separación física, aunque ahora, gracias a los ahorros, vivían en Alcoi, la ciudad más cercana a Famorca. Tirando otra vez de contactos, se instaló en casa de Madame Melià, madre del entonces embajador de Francia en Portugal. Convalidó sus estudios de enfermería y, tras un breve paso como articulista de belleza en la revista Elle, se convirtió en la enfermera de Monsieur Belloch, un afamado político galo que le permitió conocer a personajes como Valéry Giscard d’Estaing y Georges Pompidou. Combinaba el trabajo con cursos en los laboratorios más prestigiosos, y la segunda remesa de ahorros los destinó a abrir una peluquería en Alcoi, entonces uno de los referentes de la industria textil española. El cuidado profesional del cabello era el sector de la estética más popular del país pero aquel espacio le dejaba hueco para un salón de belleza.
En 1966 regresó a España. Estaba cansada y lo tenía muy claro: convertiría la peluquería Dermabel en un Instituto de Belleza y luego en una fábrica. Los institutos eran mal vistos en aquellos años pero Carmen supo ver que al final cuajarían en la sociedad española.
Con la lección parisina bien aprendida apostó por lo alto: para la inauguración invitó a champán y whisky a las personalidades más relevantes de la ciudad. Quería poner su nombre al centro pero supo ver que a España le seducía todo lo que oliera a foráneo. Germaine era un nombre que le gustaba y Capucine, una famosa actriz que representaba el ideal de belleza de la época. Como logotipo escogió un cisne porque simboliza, según ella, lo que los productos cosméticos aportan: belleza, elegancia y serenidad.
«Tenía 54 años y comenzaba por fin la aventura empresarial que había deseado desde que tenía memoria». Empezó aplicando gratis sus cremas y tratamientos a las clientas de la peluquería así como enseñarles a cuidarse en casa. Luego empezó a venderles los productos, cuyas etiquetas pegaba a mano. Expandió el negocio mostrando sus fórmulas en otras ciudades. Llegó a vender sus productos en establecimientos aunque se dio cuenta de que era mejor formar al personal para que supieran qué tratamiento había que aplicar en cada caso y cómo hacerlo. Con tres de sus hijos implicados, en 1975 abrió la primera fábrica, de la cual se mudarían a las actuales instalaciones – siempre en Alcoy – en 1982. Cuatro años antes ya se había atrevido a cruzar la frontera: Venezuela – con planta de producción incluida – y de ahí a Norteamérica, Singapur, Hong Kong, Francia e Italia.
En los noventa la empresa se convirtió en una firma puntera en cosmética inteligente y antienvejecimiento (“lo importante es reconocer que cada edad tiene su belleza y que puede ser realzada con los cuidados adecuados”). Linda Evangelista fue su imagen en los dos mil.
Tanto Carmen, que falleció en 2003, como la firma han sido premiados en varias ocasiones. En 2013 facturó más de 21 millones de euros. Cuenta con más de 18.000 gabinetes de belleza repartidos en más de 80 países. Y aunque al final la firma no lleva su nombre, sí lo tiene un perfume: Carmen Vidal, destinado a las mujeres libres y vitales; tal y como era ella.
Su biografía oficial, titulada Así creé Germaine de Cappucini, empieza parafraseando a Pablo Neruda: «Confieso que he vivido» pero continua con «y he luchado por dar vida a un sueño».
Mariola Montosa, periodista
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