Han pasado dos años desde que el covid dejó un rastro de centenares de muertos en la red de centros geriátricos privados de toda España. Han pasado dos años desde que una pandemia mundial puso en evidencia las vergonzantes carencias de un sistema de atención a la tercera edad que se olvidó de su carácter de servicio público para centrarse de forma prácticamente exclusiva en la rentabilidad económica. Han pasado dos años tras esta brutal masacre de ancianos y no hemos visto a ningún empresario del ramo sentado en el banquillo de un juzgado, no hemos asistido a ninguna comisión parlamentaria de investigación y ni siquiera hemos podido escuchar a un político anunciando la revisión de un modelo de gestión, que ha fallado estrepitosamente y que no debía de durar ni un día más. Han pasado dos años y es tiempo suficiente para hacer una afirmación extremadamente dura, pero real: aquellos muertos están políticamente amortizados, sus tristes historias de abandono, de soledad y de dolor empiezan a acumular polvo en el cajón de los asuntos incómodos que desaparecen de la actualidad, porque no le interesan a casi nadie.
Alcoy vivió su versión de esta catástrofe en el Hospital de Oliver, en donde murieron la mitad de los ingresados. Hay muy pocos rincones de España que se hayan librado de este desastre y en todos los casos se pinta un paisaje muy parecido: centros controlados por fondos de inversión o por firmas multinacionales, que racanean el personal y las atenciones a unos ancianos que pagan una considerable cantidad de dinero para recibir un servicio en condiciones. Ni en Alcoy, ni en ningún otro lugar se ha ido más allá del estupor y la indignación que produjo aquel goteo de muertes. Ni gobiernos de izquierdas ni gobiernos de derechas han dado ningún paso para buscar responsabilidades. Se ha decretado que los muertos de los geriátricos formen parte del capítulo general de desperfectos generados por la pandemia y nadie ha mostrado la más mínima voluntad de hacer un análisis particular sobre unos sucesos llenos de lagunas y de zonas de oscuridad.
Esta tristísima historia nos deja el retrato de una sociedad inhumana, que a base de acumular desgracias ha perdido la capacidad para escandalizarse. El sector más débil de la cadena social, los mayores afectados por algún tipo de dolencia geriátrica, ha sido tratado como material sobrante. Han pasado dos años y no hemos visto (ni veremos) ninguna multitudinaria manifestación callejera de gente exigiendo que se depuren responsabilidades y que se cambie por vía de urgencia un sistema de atención geriátrica que es un puro negocio. Alguien ha decidido acelerar el cierre de este capítulo negro, aunque para ello haya sido necesaria una sonrojante exhibición de cinismo y de falta de sensibilidad.