De mostrarse firme y frío, sensato, realista, de no dejarse ganar, por ejemplo, por divos o mitos que al cabo nada tienen que ver con uno, uno adquiere quizá cierto prestigio, un aura como de madurez, pero sin duda pierde corazón. Y sin corazón, por más que uno se empeñe, llegar a los objetivos se llega, incluso puede llegarse mejor, pero se llega también algo más triste y más vacío, más feo.
La vida, aun siendo por lo común bastante bonita y llevadera, puede a veces ponerse fea, y en tales trances las reacciones que cada cual articula ante ella y su eventual fealdad, para enfrentarla, pueden a su vez participar o no de ese componente estético, pueden a su vez buscar razón y apoyo en una cierta belleza o elegancia, o por el contrario –tan habitual este contrario- armarse de la eficacia incontestable y de tan buena prensa que entre adultos reviste todo ponderado pragmatismo.
Un amigo, hace mucho, decía acaso sin pensarlo demasiado, sólo expresando de súbito y sin filtro, que sentía más la muerte de Lennon que la de su abuela, ambas casi coincidentes. Vida fea y reacción… ¿fea? Bien, yo no diría eso; fue una reacción de algún modo estilizada hacia lo estético, aunque hay que admitir cuanto menos que poco defendible desde los criterios normales que rigen entre gente que vive en sociedad. Pero sin duda y sin embargo, en el gesto, además de una sinceridad tan evidente como inconveniente, viajaba mucho corazón. Uno siente la vida a menudo a través de canciones. Anidan dentro, en lo más guardado, y desde allí arborecen y se hacen flores en ciertos momentos cenitales, una maniobra repetida. La abuela de mi amigo no cantaba nada reseñable. Lennon sí.
Cada uno y sus canciones, esas que los pedantes refieren como emblemáticas y los cursis consideran “la banda sonora de una vida”. Bowie ocupó mi adolescencia y mi primera juventud. Y, como cualquiera debería saber, es en ese tiempo donde de verdad se ahorma el futuro, al menos en sus estructuras más solares, al margen, claro, de posteriores avatares. (Los avatares pueden ser decisivamente trascendentes, pero en el fondo se viven, se asumen, se esquivan, se disfrutan o se es demolido por ellos siempre, en todo momento, al amor del runrún de unas u otras de esas canciones cruciales que siguen germinando en los adentros). Nada de verdad importante se aprende más allá de los dieciocho años. Sólo mañas. Ahora, tantos años después de venirse a vivirme en el alma, se muere Bowie. No es un amigo, no es familia. Ni un prócer ni un héroe. Sólo un divo, un mito del que uno, a esta edad, hace mucho que se emancipó. Mucha cabeza, mucho sentido común. Es lo que tiene la madurez: pone cara la fluencia de las lágrimas, las obliga a deberse a algo muy, muy trascendente y muy ortodoxamente próximo. Y la muerte de un cantante, por grande que fuera, no lo es. Las mañas aprendidas me dictan que siga con lo mío, como cada día de cada semana desde hace tanto, desde que ya casi no pasan cosas o les pasan a otros, más vivos. Así que tendré que tomarme de otra manera, un poco más ácida y desapegada, esto que es como una basurita que me pugna por detrás de los ojos, una molestia chica que intenta que asome alguna lágrima inconfesable. No, no puede ser corazón, ya no. Pero quién sabe. Yo no, yo no sé, pero esta lagrimita que quiere venir para darle cauce y rúbrica a lo que no puede ser, como digo, más que un gesto inmaduro y algo ridículo, bueno, quién sabe, pues, acaso sea la antigua manera de sentir la vida de cuando todavía estaba toda por hacer, aquellas efusiones que no se meditaban ni había que razonar y defender, la ramita segada que de golpe ha rebrotado y apunta cimbreándose un poquito hacia lo alto, como una mano que se agita, para decirle adiós al Mayor Tom, que esta vez sí que se va a quedar para siempre flotando más allá del Mundo, más allá de la Luna…