Puede que dispongamos de modernísimas tecnologías, que permiten anticipar al milímetro cualquier catástrofe climática; puede que nuestras universidades hayan generado una brillante generación de climatólogos y de geógrafos, capaces de elaborar análisis y previsiones de alto rigor científico sobre la brutal meteorología de esta zona mediterránea y puede que la Comunitat Valenciana disponga del más potente dispositivo (humano y técnico) de emergencias que ha tenido en su historia. Pues bien, todas estas cosas no sirven absolutamente para nada, si la decisión final sobre las actuaciones de la Administración pública ante un desastre natural está en manos de una persona que actúa exclusivamente en clave de rentabilidad política y de defensa de sus intereses partidarios, olvidándose del bien general.
Sobre esa base de incompetencia se ha edificado el drama de la última riada vivida en Valencia. Esta versión viciada del concepto gestión pública ha hecho posible que un país industrial, al que nadie le discute su pertenencia al mundo desarrollado, haya saldado un violento episodio de lluvias intensas con unas estadísticas de víctimas mortales dignas de una ruinosa república tercermundista. Un cúmulo de actuaciones interesadas y fallidas, en las que una administración autonómica sólo buscaba salvar su culo, ha acabado provocando un estado de ira popular, que ha sido aprovechado por la ultraderecha para esparcir la semilla de la violencia y para situarnos ante unas imágenes como las del pasado domingo en Paiporta, que ponen en tensión los resortes más delicados del aparato democrático.
El obtuso aplazamiento de las declaraciones de alarma, lanzando tarde y mal un aviso que sólo servía para avisar de algo que ya había pasado, responde a una actitud pusilánime e irresponsable por parte de la cúpula de la Generalitat Valenciana, que prefiere desoír las contundentes advertencias de los técnicos a arriesgarse a las reacciones negativas que podría generar un supuesto exceso de celo. La cosa es así de simple y de miserable: el temor a hacer el ridículo y a recibir las críticas empresariales y políticas por paralizar la actividad económica de forma “injustificada” se ha impuesto a los principios más básicos de la prudencia y de la sensatez. El fantasma de esa desafortunada decisión acompañará durante toda su vida al presidente Carlos Mazón y por mucho que el PP intente escurrir el bulto desviando competencias y creando polémicas artificiales, el político alicantino será para siempre el hombre que dirigía el dispositivo de emergencias de la Comunitat Valenciana, cuando este país sufrió la peor catástrofe de su historia moderna con un balance final de más de 200 muertos.
Alrededor de este enorme e indisimulable error inicial se ha ido enredando el resto de esta triste historia. El escandaloso abandono institucional al que han sido sometidos los habitantes de las ciudades arrasadas por el agua en los días inmediatamente posteriores a la tragedia es el fruto del estado de catatonia en el que entró el gobierno valenciano al comprobar la magnitud del desastre. Hemos podido ver a un Consell hundido en un profundo abismo de falta de liderazgo en unos momentos vitales en los que se le exigía rapidez y efectividad. Las reacciones a esta injustificable desaparición de nuestros gobernantes han ido en dos direcciones. Por una parte, se ha producido una reconfortante oleada de solidaridad popular en la que se mezcla el lógico sentimiento de apoyo a unas ciudades destruidas por la Naturaleza con el deseo de dar una respuesta cívica a la ineptitud de una autoridad competente que ha hecho dejación de todas sus funciones. Y justo en el otro lado, nos encontramos con la inevitable aparición de la ira, que se hizo patente durante la accidentada visita de los Reyes y de los dos presidentes; aunque el sentimiento ha sido azuzado por las más repugnantes voces de la ultraderecha, no deja de ser comprensible que estén muy cabreadas unas personas que llevan casi una semana en medio de un paisaje de guerra, esperando que el Estado cumpla con sus obligaciones.
En estos momentos, mientras todavía se siguen sacando cadáveres de los parkings, resulta muy difícil hacer previsiones sobre el efecto que estos terribles sucesos tendrán sobre el futuro a la Comunitat Valenciana. Aunque sería lo deseable, no cabe esperar grandes milagros ni espectaculares cambios de actitud en el mundo de la política. La Generalitat aprovechará todo el aparato mediático del PP nacional para disolver sus responsabilidades y para convertir los muertos de Valencia en material para disparar contra Pedro Sánchez. La ultraderecha seguirá llenando sus alforjas políticas con la rabia de una gente que se ha sentido despreciada por los partidos tradicionales. El Gobierno de Pedro Sánchez descartará cualquier posibilidad de exigir responsabilidades a Mazón, a pesar de su manifiesta incompetencia, y colaborará con el presidente para evitarse un nuevo y peligroso frente de bronca política.
Por su parte, los valencianos tendremos que empezar a asimilar una tragedia cuyas dimensiones dejarán huellas para siempre en nuestra alma colectiva. La dana de 2024 se unirá a la larga lista de traumas y agravios de una sociedad que lleva siglos sobreviviendo en un lugar marginal del escenario nacional (sólo hay que ver algunas primeras páginas de la prensa de Madrid). Sería bonito anunciar un porvenir en positivo, con inversiones millonarias y con colaboración ejemplar entre administraciones, pero a los habitantes de esta castigada tierra la experiencia nos dice que el dinero nos va a llegar con cuentagotas si no nos echamos a las calles para pelearlo y para presionar a unas instituciones que están acostumbradas a torearnos con pirotecnias verbales y con promesas que nadie cumplirá.
Las dolorosas imágenes que llenan las televisiones de todo el mundo deberían servir para despertar al gigante dormido de la sociedad civil valenciana, si es que alguna vez ha existido algo parecido a eso. Las aplastantes cifras de muertos, los masivos destrozos de las infraestructuras que tardarán años en repararse y el brutal brote de ira vivido este domingo nos marcan un claro punto y aparte, en el que se dice que las cosas no pueden seguir como toda la vida y que es necesario tratar a este territorio autonómico con la justicia y el rigor que se merece.
Muy acertado este artículo Javier, Enhorabuena. Un saludo.