Se volvieron rematadamente locos. Corrían los primeros años del nuevo milenio y todos los ayuntamientos de España llegaron a la conclusión de que el futuro estaba en los centros comerciales. Como era previsible, no se planificó nada. Al olor de la creación de empleos y del movimiento económico, las corporaciones locales aprovechaban hasta el último rincón del término municipal para dar una calurosa bienvenida a todas las propuestas de grandes superficies que pedían instalarse.
Florecieron los hipers, las salas de cine, las franquicias de las grandes marcas de ropa deportiva o de bricolaje. Era un siglo de oro comercial, que llenó de letreros luminosos el extrarradio de las ciudades. Las licencias se daban de forma descontrolada y si surgía alguna voz crítica, caía sobre ella la ira de los cielos, acusando a sus promotores de ser un obstáculo para la prosperidad e incluyéndolos de por vida en las listas negras de los peligrosos comunistas colectivizadores.
Mientras el neón y los carritos de compra crecían en los bordes de las ciudades, en el interior de los cascos urbanos morían como chinches los pequeños comercios, incapaces de resistir la competencia. Los centros históricos se convertían en un paisaje fantasmal de persianas y de letreros de se vende. Tiendas ilustres caían en medio de las lamentaciones generales, sin que ninguna institución oficial se atreviera a señalar el verdadero principio, el verdadero nudo y el verdadero desenlace de aquella escabechina.
Después de aquella gran borrachera, vino una tremenda resaca. El modelo de centro comercial cerrado fracasó estrepitosamente en una zona mediterránea en la que a la gente le gusta estar al aire libre. Los grandes complejos cambiaban de dueño cada pocos meses y pasaban de un misterioso fondo de capital a otro fondo de capital más misterioso todavía, sin que nadie tuviera nunca muy claro quién era el dueño del pisito. Las luces se fueron apagando y en aquellos templos de capitalismo resultaba habitual ver un paisaje de tiendas cerradas y de infraestructuras mal cuidadas. Aquellas catedrales de la compra compulsiva empezaron a parecerse a esos pueblos fantasmas de Oeste americano por los que sólo pasan plantas rodadoras.
En Alcoy sucumbimos a lo grande a aquella locura. El Ayuntamiento de la época se cargó el viejo cuartel, un edificio de evidente valor arquitectónico, para sustituirlo por una brillante caja de zapatos. Los resultados son los que están a la vista: baile continuo de tiendas, el Hipercor cerrado, decorados para disimular las ausencias y unos minicines condenados a los servicios mínimos. Las consecuencias de la peste continúan en dirección a Cocentaina. El emblemático Erosky tira la toalla. En la zona de La Lleona, junto al parque de bomberos, languidecen cerrados unas cuantas decenas de comercios que vivieron su momento de gloria y que ahora acumulan polvo y actos de vandalismo. Ya en la Villa Condal, Carrefour y Decathlon aguantan el tirón en medio de un centro comercial en el que un grupo de cines presenta cada semana casi las mismas películas que se ofrecen a cinco kilómetro en Alcoy. Como en Alzamora, aquí también hay un paisaje de tiendas vacías y los grandes paneles de decorado sirven para tapar vergüenzas.
Hay que decir que esta delirante Línea Maginot de comercios que se hacen la competencia y que se arruinan los unos a los otros, se ha hecho mientras en la comarca se redactaban innumerables planes estratégicos destinados a coordinar de alguna forma el desarrollo económico de esa gran área urbana que va desde Alcoy a Muro, pasando por Cocentaina. Ni puñetero caso. Esto era una carrera para ver quién llegaba antes y al final, la sensación es que nos hemos estrellado todos.
Domingo por la noche en los cines de Alzamora. La película se queda parada con la imagen congelada. Un grupo escaso de espectadores espera paciente a que se solucione el problema. Pasan los minutos y no llega nadie. Al final, un voluntarioso señor del público sale de la sala para avisar. La película acaba con normalidad. Son las diez de la noche pasadas, el centro comercial es un escenario vacío y amenazante, un enorme panel con dibujos tapa los accesos del desaparecido Hipercor, intentando en vano ocultar la fuga del gigante comercial. La gente se abrocha los abrigos y sale a la calle. Fuera hace un frío que pela.