Es una mañana calurosa de verano en Alcoy. El tipo, vestido con mono de faena y con aspecto de pura clase obrera, se me acerca con cara de indignación y me dice sin mediar palabra “¿has visto eso; lo has visto?…¡dos negros en un Mercedes, qué hijos de puta!. Esto ya está aquí. No hay quien lo pare”. Dada la magnitud de la burrada, me quedo sin respuesta y sigo mi camino masticando mi espanto, tras constatar la evidencia de que en mi pueblo hay personas que no tienen nada que envidiarle (en cuestiones de racismo y de estupidez) a cualquier militante de base del KKK del Gran Estado de Alabama.
Dos días después, en la Línea 2 del autobús urbano, una señora de mediana edad empieza entonar a voz en grito una letanía que suena más menos así. “¡Castración química, castración química. O eso, o cortarles la pilila. Sino, los moros seguirán violando a nuestras hijas¡”. El exabrupto es el colofón a una larga conversación a tres bandas, mantenida por la capadora vocacional con un hombre y con otra viajera, que a lo largo del recorrido del autobús han desmenuzado una tras otra todas las mentiras paranoicas que enriquecen el patrimonio oral del facherío mundial. Reproducen palabra por palabra todos las fakes de las webs de ultraderecha, con esa seguridad que da el hecho de tirarse horas inyectándose ese veneno digital en el cerebro. No faltan adaptaciones locales de los grandes hits racistas. Historias dudosas de violaciones grupales protagonizadas por magrebíes en algún lejano lugar de Europa, se trasladan con un efectivo copia y pega a las fiestas recién celebradas en algún pueblo de la comarca, hasta convertir el mundo en un peligroso paseo entre hordas de moros amenazantes.
Son sólo dos ejemplos, pero se podrían poner muchos más. Bocazas gritones que pontifican en la barra del bar sobre las presuntas fortunas que cobran los inmigrantes acogidos a nuestros servicios sociales. Comentarios crueles y faltones ante la aparición de un grupo de mujeres magrebíes cubiertas con el velo. Intoxicadores hiperactivos que nos obsequian con dramáticos relatos sobre delitos inexistentes que se han producido a las puertas de nuestras casas. Y así, un largo etcétera con todas las variedades de la falsedad, el engaño y la manipulación.
Alcoy, vieja ciudad industrial, que durante siglos ha acogido sucesivas oleadas de inmigración sin traumas y sin perder la normalidad, está sucumbiendo al signo de los tiempos. El mensaje asqueroso del rechazo al pobre y al diferente ha germinado entre nosotros y empieza a crecer de forma preocupante. Negar esta triste realidad sería un acto de inconsciencia, que nos impediría atacar el problema con posibilidades de éxito.
La industria del odio mueve miles de millones en todo el mundo y esta pequeña ciudad perdida entre montañas no tiene ningún atributo especial para librarse de esta peste. Redes sociales, prensa digital, prensa normal, teles y radio lanzan por todo el globo terráqueo un mensaje que trata de rentabilizar políticamente el miedo y la desorientación de una sociedad en crisis. La operación funciona a las mil maravillas y por mucho que cueste reconocerlo, está cosechando un rotundo éxito. Ejemplos como los antes descritos son la mejor prueba. Hay un importante sector de la ciudadanía que no tiene ningún problema en cruzar todas las líneas rojas de la honestidad intelectual porque se siente arropado por una poderosa corriente de opinión. Lo que hace unos años era motivo de escándalo y vergüenza empieza a integrarse con preocupante fluidez en nuestro discurso cotidiano.
Sorprende la falta de respuestas sólidas ante este huracán de mierda. Ni la izquierda ni la derecha democrática han sabido elaborar una defensa solvente ante una ofensiva perfectamente organizada y con unos medios humanos y económicos que parecen inagotables. La extrema derecha y todos sus satélites han conseguido hacer de la inmigración el tema central (casi el único) de la agenda política de todo el mundo civilizado, desplazando premeditadamente cuestiones muchos más sustanciales, como el reparto de la riqueza, la sanidad, la educación o los efectos del cambio climático.
Aunque se nos llene la boca con conceptos como igualdad o justicia social, la realidad nos dice que las sociedades con vocación democrática están perdiendo la partida contra la intolerancia. Haciendo efectivas las leyes de la Física básica, la ultraderecha no ha hecho otra cosa que ocupar el inmenso vacío que ha dejado el progresismo, incapaz de perfilar una voz efectiva y creíble respecto a este endiablado asunto. La única manera de evitar que sigamos avanzando hacia el desastre cívico pasa por un drástico cambio de actitudes; por reconocer el alcance real del problema de la inmigración, por buscar nuevas formas de gestionarlo y por el elaborar una línea de pensamiento que vaya más allá del buenismo beato con el que ahora lo afrontamos.
Este país vive un momento especialmente crítico de su historia. Nos jugamos algo muy importante: seguir conviviendo dentro de las fronteras de la decencia democrática o convertir el racismo y la xenofobia en un elemento permanente de nuestro debate político. Hasta hace muy poco; cada vez que había un asesinato o una violación, lo primero que hacíamos era preocuparnos por la situación de la víctima; desde hace unos meses se ha producido una drástico traslado del punto de interés y ante cualquier suceso luctuoso, lo primero que hacemos es preguntarnos por el color de la piel del delincuente. Este cambio brutal es, desde luego, un síntoma clarísimo de que esta sociedad va por el mal camino