Cualquier alcoyano con más de 60 años en las costillas recuerda el maravilloso diseño de la botella de Sumby: un refresco estrictamente local, que forma parte de nuestro patrimonio sentimental y cuya memoria es idolatrada por muchos paisanos, que creen que la llegada de la Fanta y de la Coca Cola fue el primer capítulo de una larga lista de derrotas que ha sufrido esta ciudad. Hay miles de personas que están convencidas de que en Alcoy siempre cualquier tiempo pasado fue mejor; son gente que vive bajo los peligrosos efectos del Síndrome del Sumby y que por muchas marcas nuevas que se inventen, seguirá pensando que no hay sabor en este mundo que iguale al de aquella bebida con burbujas que les acompañó en su infancia.
Hay que señalar que el Síndrome del Sumby es una dolencia que nos afecta a todos los alcoyanos de cierta edad en algún momento de nuestras vidas. Ponemos cara de pena cuando pensamos en aquellas calles cercanas al río atronadas por el ruido de los telares, se nos pone el corazón en un puño cuando pasamos por delante de una antigua fundición convertida en bar de copas, se nos arruga el alma ante la visión de las fábricas del Molinar comidas por la maleza, nos cabreamos cuando pensamos que en Alcoy hubo tiempos en los que salían cinco periódicos al día y nos sentimos deprimidos cuando nuestros hijos nos preguntan ¿qué demonios era eso del papel Bambú?. Los vecinos más talluditos de esta ciudad tendemos a hacer comparaciones con el pasado y salimos de ellas con un sentimiento de tristeza difícil de controlar.
Casi sin darnos cuenta, miles de alcoyanos hemos sucumbido ante una auténtica aberración de las leyes de la lógica: hemos convertido la nostalgia personal en un instrumento de análisis de la realidad social y económica de nuestra ciudad. Los mismos argumentos que utilizamos para añorar el maravilloso sabor de naranja del Sumby los aplicamos para hacer diagnósticos sobre la situación de la industria o del urbanismo y como era de prever, los resultados son deprimentes. Vale la pena subrayar una cuestión importante: además de afectar a las personas a título individual, este extraño síndrome ha acabado impregnando a partidos políticos, a instituciones culturales y a organismos económicos, que deberían liderar la renovación y la búsqueda de alternativas para una sociedad que tiene una preocupante tendencia al vintage.
Aunque nos creamos el ombligo del universo, conviene tener muy claro que a Alcoy le ha pasado más o menos lo mismo que les ha pasado a miles de ciudades industriales del mundo occidental. La industria manufacturera se ha ido desmoronando por la competencia imparable de países del Tercer Mundo, dejando unas sociedades en decadencia y desorientadas por la pérdida de la columna vertebral de su economía. Tras la catástrofe, cada ciudad ha hecho lo que ha podido para reinventarse: las hay que se han convertido en emporios turísticos, otras han optado por albergar sedes universitarias de gran prestigio, las de más allá han implantado exitosas empresas de alta tecnología, las más desafortunadas se han convertido en paisajes postnucleares de Mad Max y la gran mayoría ha capeado el temporal como ha podido, improvisando sobre la marcha con la previsible sucesión de éxitos y de cagadas. Una cosa sí esta diametralmente clara: ninguna de estas urbes industriales ha vuelto a los esplendores pasados de aquellos tiempos de chimeneas humeantes en los que miles de obreros llegaban cada mañana a las fábricas a toque de sirena.
Ante la incapacidad para comprender este nuevo mundo zarandeado por la globalización y por los cambios de las geografías del desarrollo, hay miles de alcoyanos que han optado por una solución drástica: instalarse en el pasado y abjurar de una realidad que no les resulta nada agradable. Desde esa cómoda zona de confort ideológico, las explicaciones son simples y contundentes: Alcoy está así de mal por culpa de una sucesión de políticos mediocres, de empresarios mangantes y de líderes sociales que no valen ni para tacos de escopeta. Ni un solo espacio a la autocrítica, ni una sola mención a las responsabilidades de una sociedad de la que formamos parte todos y que algo tendrá que ver en la deriva que ha emprendido la ciudad. Estamos ante un caso de mala suerte colectiva y punto pelota.
El Síndrome del Sumby ha tenido unos efectos nefastos sobre el ánimo colectivo de esta ciudad. Por una parte, el empeño en recuperar de forma milagrosa unas glorias que nuncan volverán nos ha impedido explorar estrategias para el futuro. Y por la otra, ha tenido un letal efecto sobre las nuevas generaciones: cada vez que un padre le recuerda a su hijo aquel idolatrado Alcoy de antaño en el que los perros se ataban con longanizas y lo compara con el presunto desastre actual, consigue que al chaval se le disparen las ganas de hacer las maletas y de unirse a esa legión de jóvenes alcoyanos que han puesto tierra de por medio para volver sólo en Fiestas o el día de la Cabalgata.
El exceso de nostalgia empieza a ser insoportable. El sueño imposible de volver a ser una potencia industrial nos impide ver que Alcoy es una ciudad media apañadita, con una buena calidad de vida, situada en entorno privilegiado y con numerosas oportunidades, que están ahí al alcance de nuestra mano (si lo intentamos, por supuesto).