Millones de ciudadanos del mundo se levantan cada mañana con la firme voluntad de zurrarle la badana digital a cualquier convecino que no piense como ellos. Tipos de todos los rincones del globo terráqueo arrancan sus jornadas encarados a un ordenador o a un móvil, buscando en la actualidad algún asunto sustancioso que les provoque indignación y cabreo.
Majaras de todas las razas y de todos los credos políticos teclean diariamente sus correspondientes dosis de bilis, de amenazas y de insultos, empujados por el deseo de lograr su minuto de gloria por el calibre de sus exabruptos o por su capacidad para arrastrar a miles de seguidores con sus locuras delirantes. Puede que internet y las redes sociales sean unos instrumentos maravillosos para abrir debates participativos y para intercambiar información, pero lo único cierto es que este adelanto tecnológico se está transformando en un gigantesco ring de boxeo para que la gente se dé de hostias hasta en el carnet de identidad; en un contundente martillo pilón para aplastar al que sea diferente o al que ose discrepar de los planteamientos del prójimo.
Tipos que se escandalizan por la impresentable condena de cárcel a un rapero acusado de insultar al Rey, no dudan un utilizar las redes para exigir el cierre sumarísimo de los periódicos y de las emisoras de radio que no les gustan, al considerar que estos medios de comunicación son instrumentos del capitalismo opresor. Gentes de orden y de piel muy fina, que se indignan por un cartel de fiestas que hace mofa de la imagen de la Virgen de su pueblo, califican de golfa, sucia y fea a cualquier representante democrática de la CUP que se atreva a dar su legítima opinión sobre un tema de actualidad. A todo el mundo se le llena la boca con la libertad de expresión, pero nadie está dispuesto a practicarla. En las guerras de internet no se hacen prisioneros; el más mínimo asomo de disidencia es perseguido con furia asesina y al reo se le aplican de forma inmediata dolorosas sentencias condenatorias en las que no faltan ni las descalificaciones profesionales ni los más sangrientos ataques personales. A todo el mundo se le llena la boca con la libertad de expresión, pero nadie parece dispuesto a emplear ni un segundo de su tiempo en analizar los argumentos del enemigo antes de verter en la red su diaria ración de veneno dialéctico.
Enfrentados a este huracán de mala folla, resulta difícil vencer la tentación de hacer sociología barata y de afirmar que esta sociedad está aquejada por un ataque transitorio de locura. También se suele incurrir en el error de echarle las culpas a las nuevas tecnologías, en un intento tan anacrónico como inútil de frenar los avances del progreso y de ponerle puertas al campo. Las cosas son mucho más simples. Internet y las redes sociales se limitan a darle visibilidad a todos las voces de una sociedad plural y a mostrárnosla tal y como es: con sus correspondientes cuotas de imbéciles, de tipos inteligentes, de analistas certeros, de cronistas de brocha gorda, de personas equilibradas, de escandalizados profesionales, de sutiles humoristas y de furibundos tontos del haba. Estaríamos, pues, ante una mera cuestión de semántica. Si uno lo piensa bien, el cambio más significativo de la revolución digital es que ahora utilizamos el término troll para referirnos al clásico hijo puta.