Somos unos peliculeros. Para nosotros, hacer Historia era cabalgar con el Séptimo de Caballeria junto a Errol Flynn, sublevarnos con Kirk Douglas para liberar a los esclavos del yugo romano o desembarcar en Normandía a las órdenes de John Wayne. Al final, el puñetero coronavirus nos ha jodido todas las expectativas épicas y nos ha dejado bien claro que para los de nuestra quinta, hacer Historia consiste básicamente en encerrarse en casa en batín y pijama, mientras oscilamos entre los episodios de aburrimiento y los momentos de miedo atroz.
A cada generación le toca su momento histórico. Nuestros padres sobrevivieron a una violenta guerra civil y a una siniestra posguerra. Nosotros (los hijos de baby boom, que oscilamos entre los 50 y los 60 años) creíamos que íbamos servidos con la Transición: una experiencia positiva y esperanzadora con la que este país recorrió si grandes traumas el camino que separaba una dictadura militar de 40 años de duración de una democracia homologable que nos trajo el Estado del Bienestar. A partir de ese momento, vivimos protegidos por la confianza y con el convencimiento de que en un país europeo y desarrollado las cosas estaban perfectamente controladas. Y en esas estábamos, hasta que la pandemia del coronavirus lo puso todo patas arriba.
Para ser sinceros, hay que reconocer que no lo vimos venir. La mejor prueba de ello es que estuvimos haciendo chistes sobre el tema hasta el día antes de que un cariacontecido presidente de Gobierno nos ordenara confinarnos en nuestras casas. La horrible realidad se encargó de acabar rápidamente con nuestra ceguera, demostrándonos dolorosamente que estamos metidos hasta las cejas en un acontecimiento histórico con todas las de la ley. Los libros de Historia hablarán en el futuro de esta gran crisis sanitaria mundial y supongo que ilustrarán los textos con detalladas gráficas sobre muertos e infectados y con espectaculares fotografías de colas ante los supermercados y de hospitales saturados.
Como todas las citas históricas importantes, la pandemia del coronavirus vendrá acompañada por su correspondiente antes y después. El antes no tardará mucho en convertirse en un tiempo feliz de color rosa envuelto en el maquillaje de la nostalgia. El después, nadie tiene muy claro cómo será, pero hay una coincidencia absoluta en señalar que se presenta rodeado de los más negros presagios y acompañado con la justificada sospecha de que nos van a joder otra vez a los de siempre.
Si a los ciudadanos que participaron en la Revolución Francesa se les pedía que se echaran a la calle para asaltar la Bastilla o para darle su merecido al idiota de Luis XVI, a nosotros se nos exige exactamente lo contrario: que nos quedemos tranquilitos en casa, que nos lavemos las manos con asiduidad y que hagamos nuestras compras con rapidez y sin armar mucho barullo. En todos los hitos históricos la gente ha sido siempre la gran protagonista; sin embargo, en esta cosa tan rara del coronavirus, nos ha tocado un papel meramente pasivo. Resulta chocante comprobar que mientras cambia el mundo, los periódicos y las teles se llenan de secciones que nos aconsejan dietas, ejercicios gimnásticos, lecturas o películas con las que afrontar las horas interminables del confinamiento.
Los balcones son la única salida épica que no deja esta revolución atípica. Aplaudir cada noche a los únicos héroes de esta historia –ya sean sanitarios, cajeras de Mercadona, personal de limpieza, policías o camioneros- representa una breve oportunidad de grandeza antes de volver a sumergirse en las insoportables rutinas del arresto domiciliario y de enfrentarse a la terrible pregunta de ¿qué cojones hago hoy de cena?.