Unos hijos de puta apedrean una caravana de ambulancias que traslada ancianos a una residencia, un chivato de balcón escupe e insulta desde la altura a una enfermera que camina por la calle para ir trabajar, un cura se sube al tejado de su iglesia para impartir una bendición general y una oyente de una radio local afirma rotunda en antena que ya está bien de aplaudir a los sanitarios, que lo que han de hacer los buenos alcoyanos es cantar el Himno de Fiestas todos juntos en los balcones el día 1 de abril. Se acerca inexorable el tiempo de los pirados. Una inacabable legión de iluminados, de fanáticos y de tontos que se creen listísimos está a punto de derribar las murallas de la fortaleza para convertirla en un manicomio.
Este imparable viento idiota viene provocado por uno de los principios más básicos de las teorías de la comunicación. Cuando un determinado espacio se queda vacío de mensajes claros, inmediatamente surgen fuerzas dispuestas a ocuparlo. La titubeante acción del Gobierno central en la crisis del coronavirus, unida a la miserable utilización política del problema que están haciendo los partidos de la oposición, están abriendo un inmenso hueco en la relación de confianza que deben tener los ciudadanos con sus clases dirigentes. Cada día que pasa entre polémicas de mascarillas, estadísticas estremecedoras de muertos e infectados y acusaciones mutuas de incompetencia alarga un poco más la distancia entre los políticos y la calle. El sistema tradicional para solucionar los problemas colectivos falla más que una escopeta de caña, abriéndose así un inmenso abanico de oportunidades para una tropa delirante, formada por profetas del apocalipsis, demagogos y todo tipo de indocumentados deseosos de tener su momento de gloria.
Además de luchar contra el coronavirus, nuestras autoridades deberían ser conscientes de que empiezan a enfrentarse con los primeros balbuceos de una extraña patología social. Millones de personas llevan dos semanas encerradas en sus casas, sometidas a una dieta estomagante de televisiones irresponsables metidas en una loca carrera amarillista. Por si esto fuera poco, internet (la red que iba a unirnos a todos en la excelencia y en la libre circulación de ideas) se ha convertido en un inmenso sumidero al que van a parar los peores detritus ideológicos de un sociedad conmocionada. Cogemos este material y lo mezclamos con un montón de tiempo libre y el resultado es un cóctel letal. Nadie estaba preparado para este interminable arresto domiciliario y los resortes de los cerebros empiezan a aflojarse por la presión del miedo y de la espera.
Todo se reduce a una cuestión de tiempo. Si en los próximos días empieza a verse alguna luz al final del túnel, todos estos delirios quedarán archivados en el cajón de los pensamientos vergonzantes. Si la cosa continúa como ahora y seguimos asistiendo a decepcionantes comparecencias públicas de políticos que dicen cosas del tipo “entre todos derrotaremos al virus”, “lo peor está por llegar” o “ya empieza a vislumbrarse el pico de la curva”, las derivadas de esta situación serán imprevisibles. Esto empieza a parecerse a una película de catástrofes y el día menos pensado, algún friki con barba de chivo y mirada fanática colocará un cajón de madera en medio de la plaza de España, se subirá encima y empezará a predicar a gritos aquello tan siniestro de ¡arrepentíos, que el fin se acerca!. Lo peor, no será la aparición de este tipo de personajes ridículos; lo peor, será que llegará un momento terrible en el que la gente empezará a hacerles más caso que al ministro de Sanidad.