Empieza el año con millones de personas dándose ánimos las unas a las otras. Es un ejercicio de fe planetario, que se basa en un razonamiento aparentemente infalible: después del desastre de la pandemia en 2020, es imposible que las cosas puedan ir a peor. En medio de las demostraciones impostadas de optimismo flota un inquietante sentimiento de incertidumbre y una pregunta cuya respuesta nos atormenta: ¿cuántos meses de normalidad le podremos arañar al recién iniciado 2021?.
En un intento de tranquilizar a la población, los políticos y los expertos (dos colectivos con el prestigio bajo mínimos) nos dicen que las cosas empezarán a ser como antes a partir del próximo otoño. Es una afirmación arriesgada, que parece hecha para salir del paso y en la que cuesta confiar. Con los números del coronavirus por las nubes, con la sanidad pública al borde del colapso, con amplios sectores de la población decididos a pasarse las medidas preventivas por el forro, con un proceso de vacunación gigantesco cuya organización es un reto inédito y con unas vacunas elaboradas a uña de caballo resulta suicida hacer predicciones. Y la cosa se complica, cuando se piensa que estas profecías las están haciendo unos tipos que a lo largo de diez meses de pandemia han fallado más que una escopeta de caña (por culpa de su propia incompetencia y por culpa del comprensible desconocimiento sobre la evolución de un problema sanitario absolutamente nuevo).
Leyendo entre líneas las declaraciones de los dirigentes políticos y viendo sus gestos de extrema prudencia, se llega a una conclusión deprimente: hay que dar por perdido lo que queda de invierno, la próxima primavera y buena parte del verano. Nos quedan meses de mascarillas, restricciones, distancias de seguridad y de miedo a contagiarse y a acabar en una UCI. Los supuestos efectos balsámicos de la llegada de las vacunas han sido más bien limitados y en vez de una oleada de euforia, nos han dejado muy claro que salir de esta catástrofe sanitaria, económica y social va a ser un proceso lento y muy complicado.
Aterroriza la posibilidad de tirarse unos cuantos meses más viendo a los políticos mientras intentan resolver la ecuación imposible de la actividad económica y la prevención sanitaria, superponiendo a lo loco cierres, aperturas y confinamientos bajo el único impulso de la caprichosa evolución de las estadísticas del COVID. Es desagradable pensar que volveremos a mirar con pánico los puentes festivos y los periodos vacacionales, conscientes de que después de estos paréntesis puede llegar una nueva oleada de enfermos y de muertos. Puede que la experiencia adquirida por los gobernantes les ayude a gestionar mejor este paisaje de contradicciones, pero en su contra tendrán un elemento que no debe ser despreciado: una ciudadanía con la resistencia cada vez más agotada y que puede estallar en cualquier momento ante una presión tan prolongada en el tiempo (esas raves multitudinarias y esos banquetes masivos que ahora nos escandalizan no son más que síntomas de ese agotamiento general, que ha llevado a mucha gente a desconectar de la lógica y de la responsabilidad) .
Pasados los efluvios de una Nochevieja atípica, en la que los presentadores de las uvas hablaban como un libro de autoayuda, conviene aterrizar en el realismo. A la vista del panorama que se nos viene encima, yo ya me daba por satisfecho con la posibilidad de asistir a las funciones abiertas del Tirisiti de 2021 con normalidad, de ilusionarse con la próxima Cabalgata de Reyes y de participar en masivas comilonas navideñas en las que familiares y allegados se abrazan y se besuquean sin ningún tipo de prevención. Viendo cómo están las cosas no he sido capaz de averiguar si esta hipótesis de futuro peca de demasiado pesimista o de demasiado optimista. Sólo el tiempo y la pandemia nos lo dirán.