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Creación
Hendricu’s Band
Mañana será un buen día, ni silbes ni llames a nadie por su nombre después del anochecer. No es bueno tentar a la suerte la víspera de Todos los Santos
Maria Penalva - 31/10/2016
Hendricu’s Band

No era algo que hubiese querido hacer. Pero había dado mi palabra delante de mucha gente.

Siempre había sido un bocazas.

Conducía el vehículo, camino de Santa Tegra, con la vasija que contenía los restos de Hendricus, sin ninguna prudencia entre carballeiras y castiñeiras que hacían que la noche llegase del bosque y no del cielo.

Quería volver a Ortigueira antes del amanecer y descansar un rato antes de la actuación. A pesar de la muerte del creador de la banda, nosotros seguíamos siendo los teloneros de los Chieftains: era la oportunidad que nos consagraría .

A pesar, o a costa de la vida de Hendricus Andriga Finn.

No había podido negarme. Demasiada gente en aquel pub la víspera de su muerte, la víspera de Shamain que escucharon como yo le prometía que si moría en España lo llevaría al Cronlech, y dejaría allí sus huesos y su violín. Tan parecido, tan mágico, como decía en su entrecortado español, a su Eire natal.

Parecía que supiera que iba a morir.

Incluso Sidh Green, la extraña muchacha que nunca hablaba y siempre corria bajo la sombra de Hen, estuvo más taciturna de lo normal, entonando extraños lamentos con voz de plata, que difícilmente nadie les podría llamar canciones, y aun así tan atrayentes  ‘¿Por qué goltrai, Sidh?’ le preguntó con la media sonrisa colgando de los labios finos, junto con el cigarro negro. Era alto y desgarbado, y amaba tanto el color negro, como su chica el verde. ‘Hoy es noche de geantrai, de alegría y espirales. Mañana es Samhain, mi cumpleaños: mañana nuestros muertos volverán a la vida, danzaremos y bailaremos con ellos. No te entristezcas, mi reina. Confía’

Fue extraño, Sidh lo miró, o eso me pareció, con profundo enfado y levantándose con la mirada verde casi negra se fue del pub. Ojalá no la hubiese vuelto a ver. Yo, ya llevaba media botella de whisky de malta y estaba hundiéndome en la propia miseria que era mi vida: me sentía abatido y me repetía que era un fracasado y, que sin duda, siempre lo sería. Siempre el segundón de a bordo, incapaz de crear música con estrellas, malviviendo de grupo en grupo. No llevaba mucho con los Antigos Bardos, unos tres meses, andaban buscando un buen percusionista y habían dando conmigo. Y lo era, al menos hasta que el alcohol hiciera que olvidara hasta mi propio nombre. Cuando eso pasaba, buscaba otro grupo. Así había dado con la Hendricu’s Band.

– Pedro – dijo Hen arrastrando las erres- Mañana será un buen día, ni silbes ni llames a nadie por su nombre después del anochecer. No es bueno tentar a la suerte la víspera de Todos los Santos. Tal vez deberías irte a dormir, los malos pensamientos llaman al Señor de la Oscuridad.

– No creo en esas cosas, no creo en nada más que en esta mierda de vida. Hipé aturdido.

-Ese es tu problema. O el nuestro como diría mi bella Sidh. Nunca sentirás las música de las estrellas, ni serás un bardo mientras no escuches los sonidos de la naturaleza. Anda bebe otra y vámonos a casa. No me gusta hacerla esperar.

Poco más.

Antiguas leyendas y tradiciones, todos los del pub tenían una historia que contar. No en vano estábamos en un festival de música folk. A mí me producía más miedo la vida real, que los muertos y sus umbrales. Sólo me hacía falta un poco de valor para cruzar ese límite, tan nombrado y tan temido por algunos y tal vez así cambiar mi suerte.

O tentarla.

Así fue como me vi con la extraña vasija de cobre, con un  Triskell, tres puntas curvadas insinuando una espiral. El símbolo de la vida y del sol protegía, irónicamente, las cenizas de Hen. Y yo las llevaba a su cementerio mágico. Hasta para eso había tenido que llamar la atención.

Sidh no derramó ni una lágrima, o eso me contaron cuando fueron a comunicarle que habían encontrado a Hen muerto, ahogado en un charco. Estaba muy borracho. Una muerte ridícula el día de su cumpleaños. Lo sentí mucho, pero no era cuestión de ponerse dramáticos. Si me hubiese pasado a mí, ni siquiera una mujer me habría llorado y mucho menos alguien me recordaría en sus canciones.

No sé cómo consiguió que lo incinerasen tan rápido. Y tampoco me gustó mucho que  me enviase la urna de Hen con el organizador del festival y un mensaje oral: ‘Recuerda lo prometido’ ¿Qué podía hacer yo? Negarme o aplazar el viaje hubiese sido políticamente incorrecto. Y mañana actuábamos con los Chieftains. No podía permitirme esos lujos.

En realidad, nunca en la vida me había permitido ninguno.

Dejé aparcado el coche en el Mirador de Areses, eran casi las once, y emprendí el camino ascendente buscando el gran bloque granítico rodeado de menhires. La niebla ascendía a mi paso, mi pareja de paseo, haciéndome difícil el avance, hasta que lo vi. El círculo de piedras no era completo, pero el monolito del centro marcaba claramente que había llegado al Conlech, como le llamaba la gente del lugar. Ahora era un lugar turístico, no había sido difícil dar con él. Sólo había seguido las indicaciones de los carteles. Hubiese sido un bonito paseo en una mañana primaveral.

No era agradable pasear con las cenizas de un muerto, cercana la medianoche.

No dejaba de pensar qué pasaría si se me resbalara la urna y cayesen, esparciéndose por el monte. No era tan grave, pero se había convertido en una obsesión el llegar hasta el bloque de granito y depositarlas allí. Pensé en Sidh, últimamente pensaba a menudo en ella,  era una de las mujeres más bellas que había conocido, con la larga y lacia melena negra hasta la cintura y sus canciones de extrañas palabras y ritmos. Pensé que los dos estábamos bastante solos ahora: yo, porque siempre lo había estado; ella, porque ya no tenía a Hen.

Todo sería para mejor.

Deposité la urna a los pies del monolito. El violín lo llevaba colgado a la espalda, como si fuera una guitarra. Cuando Hendricus lo tocaba se transformaba y sus dos metros de humanidad se volvían blandos, gelatina musical, y sus ojos se cerraban mientras oía una música sólo para él. Sólo para él y Sidh.

Yo jamás compartí nada.

Un gato me sobresaltó con un maullido largo y agudo. Las pasiones, incluso en los animales, producen dolor. Lo vi salir de entre las sombras, negro como el azabache, como el pelo de Sidh y acercarse hacia dónde estaba peleando para encender la hoguera que terminaría con el rito funerario de un irlandés poseído por la música. Se mantuvo a una prudente distancia, hasta que las hojas secas prendieron y la luz de la hoguera habló del señor de la Oscuridad, con susurros de ascuas y chispas.

No vi venir al animal cuando saltó, arañándome e hiriéndome en la muñeca. Sangré sobre la vasija y sobre el violín mientras miraba extrañado el líquido oscuro y brillante que corría por mi muñeca. ¿Cómo había podido herirme tan profundamente?

Me desvanecí.

Soñé con Hendricus bailando y tocando su viejo violín, en el eje de un círculo de danzarines. Soñé que Sidh abandonaba su pelaje de gata arisca y se movía al compás de los setenta y cinco menhires que rodeaban la piedra de granito que era Hendricus. Soñé con una extraña melodía de trece notas que se repetían incesantemente, girando en espirales, sin fin, infinitas.

Soñé y grité su nombre, sin querer hacerlo, invocándolo para que cruzara el Umbral. Para que  volviera a Sidh.

Y volvió.

Volvió con miles de gaitas en batalla, el pibroch de Escocia, hipnotizándome, sacudiéndome y golpeándome y la danza cambió su sentido, girando a la inversa, invocando a la justicia de las notas con el reel enloquecido que tocaba Hendricus.

Supongo que cuando lo vi caer sobre el charco, debería haberlo levantado. Sólo fue una mala idea, correr y dejarlo inconsciente ahogándose entre barros y lodos. Volviendo a su naturaleza. En realidad, creo que ni siquiera tengo conciencia de haber hecho algo mal. Sólo pasé de largo. Como tantas veces en mi vida.

– ‘No tendrías que haberme llamado, Pedro’- me dijo con la sonrisa sin alcanzar los ojos azules. Con la verde mirada de la sombra de Sidh a su costado. ‘Las mujeres de mi tierra son muy tercas, tendrás que perdonarla’

Ahora sólo es cuestión de paciencia.

Alguien peor que yo vendrá al Cronlech y me liberará de esta piedra.

O liberará esta piedra de mi peso.

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