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Punto de vista
Agotamiento
Hemos hecho demasiadas veces el camino que separa la euforia de la frustración y esos dolorosos recorridos siempre acaban dejando secuelas
Javier Llopis - 20/12/2021
Agotamiento

Exhaustos y desorientados. La Navidad de 2021 empieza a parecerse a aquella terrible Navidad de 2020, que reventó los hospitales y que llenó los cementerios. Vivimos en estado de agotamiento y tenemos motivos más que sobrados: llevamos casi dos años subidos en una montaña rusa emocional en la que los momentos de esperanza y de expectativas positivas se ven sucedidos por violentos choques con una triste realidad cuajada de interminables partes de bajas de contagiados y fallecidos. Hemos hecho demasiadas veces el camino que separa la euforia de la frustración y esos dolorosos recorridos siempre acaban dejando secuelas. Pronto cumpliremos dos ejercicios anuales enteritos dedicándonos a hacer juegos malabares con materiales tan delicados como: la enfermedad, la muerte, la ruina económica, el desempleo y las limitaciones a la libertad de movimientos. Somos, en fin, una sociedad sometida una tensión inédita tanto en su potencia como en su duración en el tiempo; somos un colectivo humano cansado de chapotear en el fango de la duda, que empieza a mirar el futuro con una tóxica mezcla de miedo y de desconfianza patológica hacia todo.

La campaña de vacunación contra el covid ha logrado reducir de forma espectacular las cifras de muertos y de hospitalizados, pero no ha sido aquel punto y final que nos prometieron los políticos como paso previo al triunfal regreso a la normalidad. Estamos casi todos vacunados y seguimos teniendo miedo a ponernos enfermos, continuamos suspendiendo festejos multitudinarios, planteando la posibilidad de recuperar medidas de confinamiento y dándoles vueltas a los dispositivos organizativos de nuestras cenas familiares de Nochebuena con el fin de evitar que se conviertan en el origen de un brote de covid. Las vacunas son un importantísimo primer paso, pero no son la panacea definitiva y la mejor prueba de esto es que hemos vuelto a poner al borde del abismo a todo nuestro sistema sanitario público, desde la atención primaria a los hospitales.

Sería reconfortante disponer de un culpable claro de esta situación sobre el que volcar todas nuestras iras. Desahogarse zurrándole al gobierno de turno, acusándolo de incompetencia para gestionar esta crisis sanitaria, puede ser un ejercicio psicológicamente saludable, pero no se ajusta a la verdad. Gobiernos de todo el mundo, de todos los signos políticos y que han aplicado sistemas diferentes para cortar la plaga han fracasado estrepitosamente. Países “serios” (de esos que se usan como ejemplo para compararlos con los desastres de España) como Holanda y Alemania las están pasando putas y presentan en estos días una cuenta de resultados mucho más desastrosa que la nuestra. Tampoco se puede recurrir al socorrido tópico de la irresponsabilidad social, ya que las últimas oleadas del coronavirus han igualado en la penuria a las alegres sociedades mediterráneas del sur que pasan la vida en la calle tomando cañas con las disciplinadas comunidades del norte europeo, que siguen al pie de la letra cualquier instrucción institucional.

Sería conveniente aceptar que esta pandemia mundial es un fenómeno desconocido, que ha pillado a la Humanidad en bragas y que ha obligado a todo el mundo improvisar sobre la marcha. Si alguien asegura que tiene una solución mágica para acabar con  esta catástrofe, no lo duden: ustedes están ante un mentiroso, ante un idiota o ante la última versión delirante de Miguel Bosé.

La prudencia y el sentido común aconsejan no hacer leña con el tratamiento sanitario de este problema. Sin embargo, el abordaje político e informativo de la pandemia sí que ha dejado amplísimos espacios de error, que merecen la más dura de las críticas. Las prisas de nuestros políticos por ponerse la medalla del “Yo acabe con el covid” han provocado más de un destrozo en los planes de salud pública. El afán de los gobernantes de combinar la prevención sanitaria con el funcionamiento de sectores de fuerte peso económico, como la hostelería, ha sido el foco de importantes disfunciones.  La carrera de las diferentes administraciones para recuperar la normalidad y para rentabilizarla políticamente a través de festejos multitudinarios y de celebraciones callejeras es otro de los aspectos manifiestamente mejorables de la gestión institucional de los dos últimos años. La mala administración de la euforia y el triunfalismo injustificado han sido dos males endémicos de los  que no se ha librado casi ninguna institución pública.

Metidos ya en la sexta oleada y con una nube de amenazas volando sobre nuestras cabezas, es ya el momento de exigirle a quien corresponda un radical cambio de actitudes. Si estos dos años de Vía Crucis sanitario han demostrado que no hay fórmulas mágicas para acabar rápidamente con el siniestro virus, también han dejado claro que no existe ningún impedimento para que nuestros gestores públicos nos traten como a personas adultas, contándonos la verdad sin maquillajes tranquilizadores y rechazando de plano cualquier tentación de anticipar en falso el final de un problema que sigue fuera de control.

La ciudadanía ha demostrado claramente su madurez y su capacidad para soportar periodos de “sangre, sudor y lágrimas”. No se merece, desde luego, este castigo suplementario hecho de verdades a medias y de torpes intentos de forzar el adelanto de una normalidad que todavía está lejana. En beneficio de la salud mental de todos, sería importante detener este carrusel emocional y empezar a llamar a las cosas por su nombre.

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