No aprenden nada y lo que es peor, no tienen ni puñetera gana de aprender. Los más ilusos estábamos convencidos de que el saldo de muertes y de pérdidas millonarias provocado por la dana de Valencia iba a provocar un drástico cambio en nuestra política urbanística. Creíamos que los trágicos sucesos de la Horta Sud ponían en evidencia que el cambio climático está teniendo consecuencias letales sobre un planeamiento del territorio basado en la pura rentabilidad económica. Por alguna extraña razón, llegamos a la conclusión de que en esta bendita tierra de riadas y gotas frías ya no se iban a construir polígonos industriales y urbanizaciones en terrenos inundables, que en cuestión de segundos pueden convertirse en un furioso mar de agua y fango. Pensábamos que el brutal golpe del 29 de octubre nos había vacunado para siempre de un desarrollismo salvaje practicado al grito de “bon pilot bon farinot”. En nuestra gigantesca ignorancia auguramos un futuro de sensatez en el que unas autoridades escarmentadas por la catástrofe dejarían a un lado los intereses de los insaciables especuladores y empezarían a hacerles caso a los geógrafos y a los urbanistas.
Pues nada de nada. Apenas cumplidos dos meses del desastre, ya teníamos en Alcoy al mismísimo presidente de la Generalitat anunciándonos (con el apoyo de nuestro alcalde y de algunos de nuestros más distinguidos prohombres) el polígono de la Canal; que como todos ustedes saben es un proyecto de riesgo que puede dejar a esta ciudad sin suministro de agua potable, mientras destroza una valiosa área natural. Las cosas siguen como siempre, el actual Consell aprueba destrozar el Vall de Polop con una planta de energía solar, mantiene su plan de barra libre para para construcción en áreas costeras y en el momento en que se tercie correrá a apuntarse al primer proyecto faraónico que le presente cualquier pirata del ladrillo. La consigna oficial es “aquí no ha pasado nada”, aunque esa presunta nada esté cargada con 224 muertos y unos daños por valor de miles de millones de euros que dejan muy tocado el futuro de esta autonomía.
La resistencia de nuestros gobernantes a aplicarse el propósito de enmienda y a corregir los errores del pasado es un fenómeno muy difícil de explicar. En un análisis superficial, uno acaba pensando que estamos ante un grupo de peligrosos irresponsables, que identifican la prosperidad con el cemento y que padecen una extraña patología que les impide ver más allá del corto plazo de sus miserables intereses políticos.
Aunque la tentación de considerar a nuestros dirigentes como una pandilla de insolventes intelectuales es grande, hay que descartar esta visión de los hechos y rascar en zonas más profundas. Al final, se llegará a una conclusión dolorosa pero irrefutable: en este país se cometen las peores salvajadas urbanísticas porque nadie ha de pagar por sus consecuencias. Los promotores que han construido urbanizaciones en áreas fluviales se embolsan cantidades millonarias y cuando llega la riada, las reparaciones de los daños son costeadas con dinero público. Es una operación perfecta: si sale bien, el constructor se forra y su amigo político recoge los votos y si la cosa sale mal, el promotor sigue forrado y el político consentidor echa mano del dinero del contribuyente para arreglar la “empastrà”. Aquí, no hay ni el más mínimo riesgo. Aquí, reina la manga ancha absoluta y el que tenga alguna duda al respecto no tiene que irse muy lejos: le basta con acercarse a la Rosaleda o al polígono Santiago Payá; dos auténticos e inimitables desastres alcoyanos cuyos impulsores han salido limpios del polvo y paja, mientras el gasto de la reparación de sus burradas hipoteca las arcas municipales.
La única manera de romper esta espiral de impunidad pasa por un radical cambio de normativa urbanística, en el que se tengan en cuenta las consecuencias evidentes del cambio climático, acompañada por un endurecimiento de la política de sanciones que haga que políticos y promotores se lo piensen dos veces antes de poner en marcha uno de esos proyectos que llevan la palabra catástrofe marcada en la frente. De momento, no parece haber mucha voluntad para hacer este complicado giro en los criterios de gestión del territorio. Las personas que hoy gobiernan la Generalitat son más partidarias de aplicar la política del “que venga detrás que arrée” y en caso de que les pille otra vez la hecatombe con las manos en la masa, siempre tendrán el Ventorro para esconderse y tejer una buena red de excusas que les exculpe de su letal incompetencia.