Escuchándonos hablar, cualquier observador foráneo llegará a la errónea conclusión de que los alcoyanos somos una gente con una irrefrenable tendencia a la tristeza y con una enfermiza capacidad para ver el lado más negro de la vida. Esta confusión procede del abuso de la construcción gramatical “donar pena”; dos palabras que en estas feraces orillas del río Serpis han de ser entendidas como sinónimo del inofensivo verbo molestar, aunque en el resto del mundo estén relacionadas con conceptos como el llanto, la depresión y la congoja.
A la gente normal le dan pena cosas como: las películas románticas en las que muere la chica, la cara lastimera de un perrito abandonado en una gasolinera o la fuga de una novia con un amigo que nos la ha estado pegando durante meses. Además de responder a estos estímulos dolorosos como cualquier otro ser humano, a los alcoyanos nos dan pena cosas absolutamente inverosímiles: desde un coche, a un jarrón que nos regaló la abuela, pasando por un tresillo o por el niño de un vecino que nos han dejado unas horas para cuidar.
En Alcoy, un vecino le puede decir a otro “si el cotxe et dóna pena ahí, l’aparque un poc més avall i així pots eixir be del vado”. Esta afirmación nada tiene que ver con las características del vehículo e igual vale para referirse a un flamante BMW que a un lastimoso Renault 5 con más años que el Naranjito (que sí que daría pena en el sentido literal de la palabra). Lo importante es la identificación del concepto molestia, entendido como un problema leve y fácilmente subsanable. El mundo de los objetos decorativos y del mobiliario es un terreno especialmente abonado para “donar pena”: dan pena la sillas mal colocadas en un pasillo con las que siempre tropieza alguien, dan pena los jarrones chinos de imitación colocados en el difícil equilibrio de una repisa, dan pena las viejas cómodas de la tía Candideta (que en paz descanse) colocadas en el recibidor sin ninguna otra función aparente que la de complicar el paso de las visitas y en las casas ricas dan pena los enormes pianos de los tiempos de esplendor, que ahora nadie toca y que ocupan todo el cuarto de estar. El destino habitual de todos estos artilugios suele ser el cuarto de los trastos o en el peor de los casos, las instalaciones del ecoparque.
El universo lingüístico del “donar pena” también es extensible a las personas: hay cuñados que dan una pena estomagante cuando se instalan durante meses a pensión completa en nuestros domicilios y hay niños hiperactivos y maleducados que se han especializado en dar pena cuando sus padres los llevan a un restaurante.
En contadísimas ocasiones, gracias a una conjunción astral, se produce una convergencia perfecta de los dos significados de esta construcción gramatical. Hay un ejemplo paradigmático de esta situación: la gran rotonda que conecta la Avenida de Santa Rosa con la calle Oliver. Este inmenso redondel “dona pena” a los automovilistas que circulan por él, ya que les genera un interminable listado de molestias, en el que se incluyen frenazos desesperados, arranques de valla protectora y accidentes de chapa y pintura. Simultáneamente, esta solución urbanística provoca una inmensa tristeza entre los vecinos del barrio y los visitantes habituales, que no pueden evitar el llanto cada vez que piensan que una institución pública se ha gastado una millonada en hacer algo tan feo y tan inútil.